N.º 68 - Cuestiones puertorriqueñas
Naturaleza de la carta autonómica y comparación con el ELA
El grupo que mencioné en el número anterior planteó algunas cuestiones históricas, otras jurídicas, muy atendibles. Aquí dejo mis observaciones, mis criterios, que no tienen ningún mérito académico ni de ninguna otra índole, salvo el hecho de haber estudiado estas materias con algún detenimiento y durante algunos años. He aquí las preguntas:
1- ¿Cuál fue la naturaleza jurídica de la carta autonómica concedida por España a Puerto Rico en 1897?
2- ¿Cómo se inserta la autonomía dentro del marco constitucional de la Restauración?
3- ¿Qué elementos de comparación pueden usarse entre el régimen autonómico de 1897 y el actual Estado Libre Asociado? Consideraciones sobre el estatus “colonial” de Puerto Rico.
4- ¿Cuáles son los elementos comunes entre el régimen de la autonomía de la Restauración y la España de las autonomías en el marco del texto de 1978, y cuáles son privados de cada uno?
El Semanario irá publicando las respuestas, comenzando con este número, así como otras preguntas que se generen en el grupo (y por extensión a nuestros lectores) y que por su entidad o relevancia se determine que su publicidad promueve el mejor conocimiento de la causa que esta organización abandera. Comenzamos:
1- ¿Cuál fue la naturaleza jurídica de la carta autonómica concedida por España a Puerto Rico en 1897?
La carta autonómica concedida por el Gobierno liberal de Práxedes Mateo Sagasta en noviembre de 1897 es un hecho notabilísimo en la historia constitucional española, pero no debe nunca confundirse con la Constitución. Se trató de un acto normativo de carácter estatutario en forma de real decreto, que reorganizó la relación de Puerto Rico con Madrid. Desde el punto de vista jurídico, la carta no modifica la Constitución de 1876, sino que se insertaba como un régimen particular dentro de la flexibilidad que el ordenamiento de la Restauración reconocía al Estado español, y en particular sobre las provincias de Ultramar en su artículo 89.
En esencia, Puerto Rico se transformaba en una provincia de Ultramar con un gobierno propio, dotada de un parlamento bicameral con amplias competencias internas, aunque España retenía las facultades soberanas esenciales: defensa, relaciones exteriores, aduanas y ciudadanía. No se trataba, por tanto, de un reconocimiento de soberanía, sino de una descentralización política avanzada dentro de la unidad constitucional española (Cruz Monclova, 1952).
Se puede discutir la legitimidad de la medida sobre dos elementos principalmente: la primera cuestión es si el documento implica una división de la soberanía. No fue poca cosa en definitiva lo concedido. La teoría de Eugenio María de Hostos usada contra la validez del Tratado de París, era que, con la Carta autonómica, España había transferido parte de la soberanía a un cuerpo distinto del que constitucionalmente la tenía. Y esto dicho así también es problemático, porque la Constitución no menciona la palabra soberanía en ningún punto de su articulado; sin embargo, la doctrina contemporánea coincide en que «el texto vuelve a adoptar la soberanía del Rey con las Cortes, verdadera ‘Constitución interna’».1 Si la carta autonómica, al ser una norma emanada del gobierno, no puede modificar ni contradecir la Constitución vigente, entonces, España retuvo toda la soberanía, y no entregó parte de ella a los órganos estatales que conforman la personalidad jurídica de las nuevas autonomías, y en consecuencia Hostos estaba incorrecto, y la carta autonómica no es fuente de ningún derecho fundamental. En cambio, la autoridad o legitimidad de la carta autonómica viene amparada en el consolidado principio de especialidad que había estrenado la Constitución de 1837, en cuya virtud, la autonomía tenía plena cabida.
Pedro Albizu Campos, a pesar de estatura histórica prócer, llega a decir «que Puerto Rico se regiría en sus relaciones comerciales por el primer tratado que firmó Puerto Rico, que era el tratado de la autonomía con España, en que se disponía la mercancía que podía entrar de la península a Puerto Rico y las condiciones, disponiendo que ese tratado vigente regiría hasta que las altas partes contratantes, Puerto Rico y España, resolvieran lo que quieran hacer.»2 La carta autonómica no es un tratado, porque un tratado se hace entre Estados soberanos que consienten en obligarse, la carta autonómica es un decreto del gobierno. No hay un soberano puertorriqueño que por medio de representantes vaya a negociar con plenipotenciarios españoles. ¡No! Se trata de una decisión unilateral del gobierno español. Albizu Campos, por otra parte, instala en su obra la noción que la carta autonómica es lo que separa la colonia de una nación libre, y por lo tanto, esas deformaciones iniciales han sobredimensionado el alcance y la naturaleza de este documento.
Por lo tanto, en el caso de la condición de ciudadanos españoes de los puertorriqueños, todos los análisis que partan de la carta autonómica conducirán inexorablemente a un rotundo fracaso, porque ese documento, no tiene fuerza constitucional, no es capaz de modificar ni alterar el orden constitucional vigente que sigue siendo —y hasta la dictadura de Primo de Rivera— la Constitución de 1876.
Albizu Campos nos sigue dando guerra. Y es que al sostener esta idea que la autonomía equivalía casi a una independencia, y que una autonomía dentro del esquema federal estadounidense era imposible, pues de ahí se deduce que la libre asociación es, por definición, inferior al pacto español. Este análisis nos conduce rápidamente al manido y trillado argumento del estatus colonial de Puerto Rico.
2- ¿Cómo se inserta la autonomía dentro del marco constitucional de la Restauración?
El régimen autonómico debe comprenderse en la lógica de la Restauración borbónica. La Constitución de 1876, obra de Cánovas del Castillo, se construyó sobre dos pilares: la unidad del Estado y la soberanía compartida entre Rey y Cortes. Sin embargo, su flexibilidad permitía adaptar el sistema a realidades diversas. La concesión de autonomía a Puerto Rico no supuso un quiebre en la arquitectura constitucional, sino el uso de los preceptos constitucionales que determinaban el régimen de especialidad de Ultramar (Artículo 89) para establecer un modelo diferenciado de gobierno provincial. La carta de 1897 se convirtió en una válvula de escape frente a la presión internacional y la crisis interna provocada por la guerra en Cuba. En este sentido, la autonomía fue una maniobra pragmática dentro del sistema de la Restauración, una tentativa de modernizar el imperio sin alterar los fundamentos de la soberanía única (Marcuello Benedicto, 1998).
3- ¿Qué elementos de comparación pueden usarse entre el régimen autonómico de 1897 y el actual Estado Libre Asociado? Consideraciones sobre el estatus «colonial» de Puerto Rico?
En el marco de la autonomía otorgada a Puerto Rico en 1897, los puertorriqueños eran ciudadanos españoles de origen quienes, además de ejercer los mismos derechos que los españoles residentes en la península, tenían, además, una capa adicional de participación política determinada por el estatuto de autonomía que el gobierno de Práxedes Mateo Sagasta había otorgado con arreglo a la Constitución, específicamente en aplicación del principio de especialidad que regía para el gobierno de las provincias de Ultramar, consagrado en los textos constitucionales españoles desde 1837. Esta capa adicional de derechos políticos se traducía en la posibilidad de que los puertorriqueños pudieran ejercer facultades de autogobierno que no tenía ninguna otra provincia española, por lo tanto, se trata aquí de un mecanismo de descentralización política en el marco de la Restauración. Esas facultades se podían materializar con la aprobación de leyes locales a través de un parlamento insular con el gobernador general, y de un Consejo de secretarios encargado del brazo ejecutivo. La administración de justicia, sin embargo, siguió asimilada completamente a la estructura unitaria española. En el caso de la libre asociación, su contenido está determinado por una cláusula de cesión territorial del Tratado de París y una ley federal en cuya virtud, al menos formalmente, el Congreso de los Estados Unidos retiene la última palabra en cuestiones de soberanía. Trías Monge y Rivera Ramos se apresuran a considerar que se trata en ambos casos de fórmulas de colonialismo encubierto, pues el control soberano último permanece en la metrópoli.
En repetidas ocasiones he tenido la oportunidad de escuchar que el régimen autonómico de la Restauración era mucho más amplio en cuanto a capacidad jurídica que el régimen de la libre asociación inaugurado en 1952, cuando en realidad es lo contrario. Consideremos lo siguiente:
Puerto Rico es un Estado Libre Asociado, pero como Estado al fin, tendrá un poder ejecutivo, uno legislativo y otro judicial. Se suele pasar por alto que Puerto Rico tiene un Tribunal Supremo, es decir, puede organizar su propia administración de justicia; tiene asimismo un poder legislativo con capacidad suficiente para aprobar leyes. Bajo la autonomía el parlamento insular no podía modificar el Código civil, mientras que la Asamblea Legislativa de Puerto Rico sí puede modificar, como ha modificado en numerosas ocasiones, el Código civil español. Por lo tanto, en cuando a capacidad jurídica, es evidente que la libre asociación tiene mayor ámbito y entidad que la autonomía. ¿Significa que uno es mejor que el otro? No. En lo absoluto.
Sería un error tomar esa posición en primer lugar porque las necesidades de un Estado Libre Asociado del siglo XX no son las necesidades de un territorio español ultramarino de fines del XIX, con lo cual, una simple comparación de mejor y peor es un disparate. Sin entrar en el buenismo maniqueo de los españoles, ni en el mito de la maldad anglosajona, es evidente que la libre asociación genera problemas y anomalías en el ejercicio de derechos fundamentales para los puertorriqueños, como por ejemplo, que siendo ciudadanos norteamericanos no pueden votar por el presidente de la federación, y no tienen tampoco representación en el Congreso federal. Todo ello responde a la lógica de la libre asociación porque si Puerto Rico no es parte de los Estados Unidos no tiene por qué participar en sus instituciones democráticas, si al fin y al cabo los puertorriqueños tienen su Estado, con sus poderes públicos, cuyos titulares pueden votar regularmente. El precio que pagan los puertorriqueños por ser ciudadanos estadounidenses, son estas limitaciones perfectamente salvables dado que ese Congreso federal garantiza también que los puertorriqueños disfruten de instituciones democráticas.
Me queda pendiente el tema de la colonia, que me parece debe plantearse desde una posición menos totalizadora. Pero básicamente no podemos ir por la vida batiéndonos a capa y espada para reivindicar que Puerto Rico nunca fue colonia —y por extensión los territorios españoles en América nunca fueron colonias—, si luego alegremente se lo endilgamos a Puerto Rico bajo EE. UU. Eso, como mínimo, es una hemiplejia moral severa, estilo: haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago. El término colonia, entonces, se convierte en un comodín político. Si España me cae bien, pues no, no eran colonias, pero como EE. UU. me causa tirria, pues Puerto Rico es colonia. Con lo cual, esa misma laxitud sirve para cualquier lado.
(fin de la primera parte)
España, Congreso de los Diputados. Constituciones españoles (1812-1978). Constitución de 1876. https://www.congreso.es/es/cem/const1876
Bras, Juan M. (11 de enero de 219). El significado de la Carta Autonómica de 1897 (cápsulas de un discurso Albizuista II) en Claridad, tomado de: https://claridadpuertorico.com/capsulas-de-un-discurso-albizuista-ii/