N.º 74 - Vindicación del Zanjón
el pacto, el entendimiento, siempre tiene más valor que la violencia

Vindicación del Zanjón
Una improbable lectora de esta casa me ha dicho que va siendo hora de hablar del Zanjón, sobre lo que tampoco tengo mucho ni nada nuevo que aportar, porque lo he dicho en otras tribunas y porque es una valoración desde mi fuero personal. El pacto del Zanjón es un acuerdo, un entendimiento de paz que ponen por escrito las partes beligerantes en una guerra civil; pero Ecured, en un empeño francamente grotesco por impulsar el mambí como arquetipo nacional, y con el propósito de escurecer la importancia del pacto, ataca su legitimidad al decir que el documento no fue aprobado por la Cámara de Representantes, sino «por el Comité del Centro, que en composición de siete miembros había sustituido a la Cámara de Representantes disuelta durante la Junta de San Agustín y que asumiendo ilegítimamente funciones del gobierno de la República en Armas, firmó dicho pacto con el general Arsenio Martínez Campos».1 Como si la Cámara misma hubiese sido legítima depositaria de la soberanía nacional. Ambos órganos carecían de toda legitimidad como representantes de la voluntad popular. En cambio, el Comité del Centro sí recoge la representación que quedaba de las fuerzas insurgentes, en su inmensa mayoría desmovilizadas.
Además de la ansiada paz, el Pacto del Zanjón es instrumental en el reconocimiento e implementación de derechos políticos para los cubanos, como ha documentado ampliamente la investigadora Inés Ronald de Montaud en varias publicaciones. Y con el gentilicio cubanos me refiero a toda persona nacida o avecindada en Cuba.
Sobran —por desgracia— los blogs, artículos, libros y homilías que engrandecen la Protesta a costa del pacto. Un artículo periodístico redactado para Radio Reloj y recogido en el blog Isla al Sur dice lo siguiente: «Contradicciones en la dirigencia de la Revolución, inmadurez política y caudillismo, hicieron posible el ajuste innecesario como calificara José Martí al Pacto del Zanjón. Un mes más tarde, el Titán de Bronce asumió una intransigente postura con la Protesta de Baraguá, entre lo más glorioso de nuestra historia.»2
Es decir, si se pactó fue porque los jefes eran muchachos caprichosos o malos líderes, no porque una parte del campo insurrecto viera razonable aceptar reformas ofrecidas desde el propio ordenamiento español. Se invoca además a Martí como autoridad oracular para cerrar la discusión («como calificara Martí»), no para abrirla: no se invita a examinar el texto del Zanjón, sus cláusulas, sus contextos, sino a repetir un dictamen moral. Y como colofón: «un mes más tarde» aparece el «Titán de Bronce» que adopta una «intransigente postura» y Baraguá se define como «de lo más glorioso de nuestra historia». ¿Cómo es posible que la intransigencia a ultranza sea una virtud, o que el caudillismo de repente no molesta cuando es Maceo quien da el bateo? ¿Cómo entonces quienes optan por la vía pacífica, y obtienen además notables derechos políticos son los malos de la película, pero los que apuestan por la continuidad de la violencia son los héroes? Estamos mú mal.
Asumir el mambí como arquetipo nacional implica normalizar la violencia como medio principal de transformación social. Se corre el riesgo de transmitir un mensaje según el cual la violencia armada es un mecanismo legítimo, preferible o inevitable para resolver conflictos políticos, con lo cual queda desplazado el valor del debate civil, la negociación o las instituciones, así como su resultado más palpable: el pacto, el acuerdo, el entendimiento. Como situación ejemplar que evidencia esta normalización es que los cubanos somos educados en considerar que la Protesta de Baraguá como hecho histórico es valioso, a expensas del Pacto del Zanjón, que se suele enterrar bajo toda clase de calificativos negativos, desde un acuerdo descafeinado hasta inferir que no se podía hacer otra cosa, con lo cual se extirpa el elemento volitivo y negociador de los rebeldes que decidieron sentarse a la mesa con el legítimo poder constituido.
No solamente el Zanjón arrastra una enorme carga negativa, sino que la historiografía contemporánea intenta sistemáticamente extirparlo de la historia, como lo hizo tan olímpicamente el Informe del Comité Central del PCC al Primer Congreso:
«El peso fundamental de la batalla recayó sobre los sectores más modestos del pueblo, que en lucha desigual e incomparablemente heroica mantuvieron la contienda durante diez años antes de caer abatidos, más por la división y la intriga, que por las armas enemigas. Fue entonces cuando Antonio Maceo, un hombre surgido de las filas más humildes, rechazando el cese al fuego y la paz sin Independencia, se convirtió en símbolo del espíritu y la indomable voluntad de lucha de nuestro pueblo, al escenificar la inmortal Protesta de Baraguá.»3
El fragmento del Informe del Comité Central del PCC al Primer Congreso es un ejemplo perfecto de cómo se fabrica mito a base de amputar historia: se exalta la «inmortal Protesta de Baraguá», pero se borra el Pacto del Zanjón, de modo que Maceo parece protestar en el vacío, como un mesías caribeño que encarna la «indomable voluntad de lucha de nuestro pueblo» sin que se diga contra qué decisión concreta se alza. Al eliminar siquiera el nombre del Zanjón, desaparece el hecho incómodo que una parte importante de los jefes insurrectos optó por pactar con España, al aceptar concesiones nacidas del propio ordenamiento jurídico español (amnistía, reformas económicas, vía electoral), es decir, al reconocer la posibilidad de una solución dentro de la monarquía de tal suerte que se garantice la integridad territorial de España. El texto reduce la complejidad de la Guerra de los Diez Años —guerra civil— a un drama moralista de «sectores modestos del pueblo» heroicamente sacrificados y derrotados no por errores políticos u opciones estratégicas discutibles, sino por una nebulosa combinación de «división e intriga», la misma nebulosa que culpa a «indisciplinas y falta de unidad» por la derrota reconocida en el Zanjón. Negociar no es una alternativa política legítima para el sector nacionalista y comienza a leerse no ya como traición, sino como el acomodo histórico del «comemierda» que esboza Guillermo Rodríguez Rivera en Nosotros, los cubanos, o por el camino de la mar:
Todo cubano siente, desde algún lugar de sí, ese reclamo del honor que le insufló el mulato Maceo, el hombre al que él creció oyendo llamar el Titán de Bronce. Pero aquel viejo «que no me jodan», alimentado por muchos años de frustraciones, viene también desde algún lugar de su conciencia para contribuir a la conformación de su ética, que no es únicamente la de tiempos de guerra.
(…) Ello, a fin de cuentas, cimenta su fama de «cabrón de la vida», que es una suerte de envés del «comemierda»—lo pongo en el modo en el que él lo dice, y que resulta muy grosero para un extranjero—es acaso lo peor que, para él mismo, pueda ser considerado un cubano.4El «comemierda» —continúa Rodríguez— es un «perdedor» no por sus defectos intrínsecos, sino porque es manipulado, porque alguien lo usa para su beneficio. El «comemierda» no es que lo sea esencialmente, sino que «lo cogen de comemierda». Hay un error en su apreciación, una tonta ingenuidad en su conducta que el otro le induce a ejercer o que el otro utiliza para aprovecharse de ella. Ser «cogido de comemierda» implica una derrota que daña hondamente la autoestima del cubano.
Quienes firmaron el Zanjón se desvanecen como sujetos históricos y quedan diluidos en la categoría despectiva de la «intriga», mientras Maceo es elevado a símbolo absoluto del «pueblo» concebido como bloque homogéneo y eternamente independentista. Todo esto sería «solo» propaganda si no fuera porque el Informe al Primer Congreso del PCC es, a la vez, uno de los documentos fundacionales de la nueva institucionalidad del Estado comunista: ese Congreso fija la línea histórica oficial, legitima la lectura mambicéntrica del pasado y, sobre esa base, encarga y orienta la labor de la comisión redactora de la Constitución de 1976, texto que —con las reformas de 2002 y 2012— rigió al menos formalmente más de cuarenta años de vida institucional en Cuba. Es decir, el mito no se queda en el discurso: se incrusta en la arquitectura constitucional y condiciona la manera en que el propio Estado se piensa a sí mismo, a su origen y a su «pueblo». Una discontinuidad más que destruye nexos históricos absolutamente imprescindibles para explicar nuestro origen, pero cuyo estudio puede darle un giro copernicano al manto de legitimidad que se ha tenido que construir el Estado cubano a golpe de propaganda nacionalista para sostenerse.
El Pacto del Zanjón abrió un período de prosperidad: se regularizan los partidos políticos y los cubanos votan a sus representantes en el parlamento nacional, es decir, los diputados cubanos se sientan en el mismo recinto donde lo hacen los que representan a todas las demás provincias del reino. En una relectura de la historia, de la nación incluso, el Pacto del Zanjón debe tener mucho más valor cívico que la Protesta de Baraguá, porque el entendimiento, el pacto, siempre tiene más valor cívico que la violencia y el desafuero, porque no puede ser que el arquetipo de ciudadano sea el belicoso, el rebelde, el intransigente. La intransigencia nunca puede ser un valor, porque contradice un principio fundamental de la vida: el cambio. Cuando se comprende que el actual régimen hunde sus raíces en esa lógica mambisa de los tiempos de las hordas humanas, es posible comprender el profundo enquistamiento del relato mambí, y cuán urgente es desprendernos, deshacernos, despojarnos del mambí como arquetipo de ciudadano. Rescatemos el Pacto del Zanjón de ese olvido y pongamos en su justo sitio la Protesta de Baraguá.
La guerra de 1895 y sus consecuencias,
Rafael E. Tarragó. Investigador y ensayista cubano. Bibliotecólogo en la Universidad de Minnesota, en Minneapolis, donde reside. Ha publicado La libertad de escoger: poetas afrocubanos.
El artículo de Rafael E. Tarragó cuestiona la historiografía cubana tradicional que glorifica la «guerra de Martí» y el separatismo, y casi demoniza o ridiculiza el autonomismo. El autor sostiene que en 1895 la mayoría de la población no deseaba una guerra, sino más autogobierno y libertades dentro del marco español, y muestra que la insurrección tuvo un apoyo inicial limitado fuera de Oriente, mientras el Estado español implementaba reformas políticas, sociales y económicas (abolición de la esclavitud, códigos, sufragio masculino, autonomía en 1897). Tarragó subraya que los autonomistas eran nacionalistas civilistas dentro de la monarquía, comparables a gallegos o catalanes, y que su proyecto pudo haber conducido a una independencia de facto sin devastación ni intervención estadounidense. En contraste, presenta el Partido Revolucionario Cubano de Martí como una organización personalista, con una visión más utópica que programática, y argumenta que la estrategia de guerra «a sangre y fuego» de Gómez y Maceo, sumada a la decisión de la élite separatista de aceptar y promover la intervención de EE. UU., entregó la isla a un protectorado norteamericano y frustró una autonomía que ya equivalía casi a independencia. El artículo desacraliza la guerra de 1895–1898, atribuye responsabilidad directa a los dirigentes separatistas en la ocupación estadounidense y plantea que, en términos de prudencia nacional y construcción de un Estado de derecho, los autonomistas fueron más coherentes y previsores que los independentistas.
Ecured. Pacto del Zanjón. Recuperado el 11 de diciembre de 2025.
Calzadilla Rodríguez, I. (1997, 10 de febrero). Pacto del Zanjón. Isla al Sur.
Partido Comunista de Cuba, & Castro, F. (1975). Informe del Comité Central del PCC al Primer Congreso (2. ed). Departamento de Orientación Revolucionaria del Comité Central del Partido Comunista de Cuba.
Rodríguez Rivera, G. (2016). Por el camino de la mar: o Nosotros, los cubanos (5ª edición en español, corregida y aumentada). Ediciones Boloña.


