En su diario de campaña, o de reposo bucólico diría yo, Fermín Valdés Domínguez documenta cómo el cónsul estadounidense en Santiago de Cuba mandaba a preguntarle «si los cubanos aceptarían la intervención de los Estados Unidos en nuestros asuntos revolucionarios». De este pasaje, dos cositas, que no tienen que ver con el tema que tengo en la cabeza, pero como yo vivo en mi planeta extrasolar, si no lo suelto ahora, se me va a olvidar. La primera es que EE.UU. no interviene en la guerra de los cubanos por desinteresada voluntad, sino como resultado de coludir con los insurrectos, y así, «con natural displicencia», como decía Les Luthiers, o como quien no quiere la cosa, dejo caer que ese hecho relatado por Valdés Domínguez es constitutivo de delito, previsto y sancionado en el Código penal vigente en Cuba, y agrupados en el tipo penal de delitos de traición (arts. 136-143).1 Sírvase usted, improbable lector, leer:
Recordemos que Fermín Valdés Domínguez no es cualquier simple fulano, ¡no qué va!. Es el secretario de Relaciones Exteriores del autoproclamado grupo rebelde con el ampuloso título de República de Cuba en Armas, que tuvo muy poco de lo primero, y demasiado de lo segundo. Roma paga a sus mercenarios, pero los desprecia. EE.UU. se entiende con los jefes rebeldes al más alto rango, pero jamás los reconoce públicamente; conspira activamente con ellos en franca violación de sus propios tratados y en perjuicio de la integridad territorial de su vecino. El segundo punto es que nada de esto fue gratuito: los legisladores federales estadounidenses cobraron a cuerpo de rey esa indiferencia, la friolera suma de $2 millones de dólares según la cuenta que saca Emilio Roig…, y que se pagó con cargo al tesoro de la futura república, tema muy jugoso porque convertida a dólares de hoy, equivaldría a una pequeña fortuna de aproximadamente entre $80 y $500 millones, pero pongamos una tachuela aquí y vayamos al punto que nos ocupa, que me enredo y me voy como Matías Pérez.
En el mismo diario hay otro pasaje interesante. Dice don Fermín:
«Pues bien, anoche cuando estábamos en una velada organizada por el General en casa del Teniente Coronel Boza para oír a Marín que es un gran recitador y un poeta inspiradísimo, se apareció Cañizares acompañado de Miguelito Betancourt y Guerra. ¿A qué venía? No lo supe anoche aunque estuve en la tienda del General cuando —terminada la velada al toque de retreta— volvimos al campamento. Lo único que supe y lo apunto porque es dato que no quiero olvidar fue que el joven que puso las bombas de dinamita en el palacio de Weyler y que parece es el mismo que ahora le acaba de dar un susto por Pinar del Río, fue mandado por el General Gómez y cuanto ha hecho ha sido cumpliendo órdenes secretas de éste.»
¿Cómo que bombas de dinamita en el palacio de Weyler? Siéntate, toma agua, que esta historia no tiene desperdicio, y ojalá nos sirva para hacer un juicio más objetivo de la catadura moral tanto de estos hombres, como de la empresa terrorista que fue el independentismo, y que bajen de los altares quienes deban bajar. Como dice el antiguo lema familiar: «Salgado, y salga por do saliere».
El jovencito al que alude don Fermín se llamó Armando André y Alvarado (1872-1925), hijo de emigrados cubanos y nacido en Cayo Hueso, por lo tanto, de ciudadanía estadounidense, un detalle con trascendencia internacional.



El 27 de abril de 1896 ocurrió una explosión en el Palacio de los Capitanes Generales, específicamente en la parte ocupada por el Ayuntamiento. Recoge Ubieta, en su Efemérides, que «como todo el edificio se conmovió, la alarma de los que en él nos hallábamos fue extraordinaria, pues se atribuyó lo acaecido a un atentado de los insurrectos».2 Según André, el plan era el siguiente:
«colocar en los cimientos de los dos edificios —Capitanía General y Palacio del 2º Cabo— un par de minas de dinamita de 100 libras cada una. Explotadas éstas, no hubiera quedado por todos aquellos contornos una piedra parada, y el carnicero Weyler no perteneciera al mundo de los vivos; á más del efecto moral que un golpe de tal naturaleza hubiera producido en Madrid. El pánico en la Habana tendría que ser total, y quedaba la ciudad en condiciones propicias de ser tomada por los nuestros.»3
André se hizo ayudar por un peninsular conocido como el Asturiano, de quien dijo: «profesaba, en otras épocas, ideas anarquistas; pero él confiesa que su único empeño era hacerle daño al Gobierno español, á quien odiaba». Insatisfecho con los efectos de su recién descubierta pasión pirotécnica, André se dispuso a poner más bombas en distintos lugares de la ciudad, incluso, al conocer que Weyler se paseaba solo por el Prado y vestido de paisano, «se hizo por descubrirlo en uno de estos paseos y volarlo con un petardo», plan que también falló, afortunadamente. Luego nuestro pirómano decidió plantar varias bombas en Guanabacoa, pero tampoco logró concretar el plan. Por último, este terrorista en ciernes, impulsado nada menos que por el Dr. González Lanuza (cuya admiración por él hasta aquí llegó), decidió «volar la cañería maestra del gas por la parte más cerca de la fábrica, á fin de dejar la población á obscuras una noche y en este estado hacer explotar en varios lugares (especialmente en edificios del Gobierno) varios petardos, y provocar grandes incendios con fósforo vivo». Este plan también fracasó —Dios sabrá por qué—, pero quiero llamar la atención a cómo este muchacho de apenas 24 años instrumentaliza la población de la Habana y jamás pasa por su cabeza un gramo de mesura en sus actos. Es doblegar al gobierno con violencia. ¿Cómo destruir un bien social puede traer la independencia? ¿Cómo se justifica que siendo «independientes» pero sin alumbrado es mejor que siendo provincia española con alumbrado público? Es la misma lógica retorcida de la tiranía cubana al destruir toda la economía del país si eso garantiza intereses muy particulares. Es la misma estupidez que años antes emplearon los dinosaurios históricos en la tristemente célebre «noche de las 100 bombas». ¡Ah!, pero cuando esa misma lógica se la aplican en hoteles y ponen en riesgo sus dólares, entonces sí que es terrorismo y las condenas son de varias décadas de privación de libertad…
Sobre esto volveré en la próxima entrega con alguna evidencia que suele ser «convenientemente» omitida por todos los que escriben sobre los sucesos de Santa Águeda, pero dime luego que podemos creer a Máximo Gómez cuando, a raíz del magnicidio de Cánovas, dice que no tuvieron nada que ver. ¿No? O sea, eres capaz de instrumentalizar a un chiquillo completamente fanatizado, un imbécil, para poner bombas de dinamita en lugares sensibles de tu propia ciudad, con el propósito de aniquilar a la primera autoridad del país, destruir instalaciones públicas, provocar el terror, todo ello sin la menor consideración de las vidas de inocentes, le pagas el pasaje al otro imbécil italiano y le gestionas un arma de fuego, pero no tienes nada que ver en el asunto…
Tenemos que entender que esa historia que nos han vendido como «liberación» fue muchas veces, en realidad, una orgía de destrucción, en la que se sacrificaron no sólo vidas humanas, sino las bases materiales y morales de la convivencia. Que se entienda bien: no se trata de negar la existencia de agravios ni de justificar abusos del poder (el ejercicio mismo del poder entraña una violencia), sino de señalar que la respuesta insurgente, lejos de enarbolar valores superiores, con frecuencia recurrió al terror indiscriminado, al chantaje bélico y a la táctica de sembrar el caos para forzar concesiones políticas que, por otra parte, nunca fue un reclamo de la una mayoría de la población.
Y aquí viene lo más grave: todo esto ha sido sistemáticamente blanqueado por la historiografía oficial, que convierte a pirómanos en libertadores, a saboteadores en héroes, y a los victimarios en mártires. La pedagogía patriótica se ha construido sobre la glorificación de la violencia útil, la que «sirve» al mito fundacional del Estado, que a su vez usurpa toda posibilidad de hilvanado nacional. Pero ¿qué tipo de nación puede erigirse sobre la normalización de la violencia más descarnada como recurso político? ¿Qué moral pública puede sobrevivir si enseñamos que cuando se trata de una presunta independencia, todo vale? ¿Vale incluso destruir la base material que garantiza el ejercicio de las libertades? ¿Cómo es una independencia sin riqueza, sin periódicos, sin comida, sin agua, sin hospitales, y sin participación en el cuerpo político de la nación? Si ya sabemos lo que es, el paso natural es despojarnos de toda esta burundanga patriotera absolutamente llena de triunfalismos vacuos, darnos de baja de este enfermizo nacionalismo que nos consume.
Por eso es urgente desmontar esta tradición heroica del terror, no para destruir el pasado, sino para asumirlo, única manera de enrumbarnos hacia un mejor futuro. Sólo así podremos aspirar a una reconciliación honesta con nuestra historia, y tal vez —si nos queda alguna decencia colectiva— bajar a esos próceres de sus pedestales y que en lugar de personas admiremos ideas. ¿Qué tal si no tuviéramos héroe nacional?
Y si alguna vez soñamos con reconstruir una nación libre del chantaje revolucionario, debemos empezar por reclamar lo que nos fue robado: nuestra historia, nuestra ciudadanía, nuestra continuidad política. Desde Autonomía Concertada para Cuba te invito a sumarte a esta causa. Que los verdaderos herederos de España en América no se definan por la violencia, sino por el Derecho. Que vuelva la ley donde imperó el machete. Que vuelva la patria donde sólo quedó ruina. ¡Por el reencuentro del pueblo español! ¡Es hora de volver a casa!
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Buena salud, buena suerte y muchas gracias.
Maikel Arista-Salado
Estamos hablando de una intervención militar, desde luego, no de caminar pacíficamente por las calles para interesarse cómo viven los cubanos, como está haciendo Mike Hammer, el encargado de negocios de EE.UU. en Cuba, para amargura de los tiranos nuestros.
Efemérides de la Revolución Cubana, por Enrique Ubieta, La Habana, s.f., t. III, p. 322-323, en Colección Facticia de Emilio Roig de Leuchsenring, Oficina del Historiador de la Ciudad Colecciones Digitales, Explosión en la Capitanía General, abril 27 de 1896, t. 121, p. 87-88, F ERL 121.
André, Armando (1901). Explosiones en la ciudad de la Habana en 1896. La Habana, Imp. Avisador Comercial.