N.º 73 - Cooperatores veritatis
sobre la verdad en tanto esfuerzo razonado y la libertad de consuno.
Según L’Osservatore Romano, «Cooperatores veritatis» fue el motto o lema de Joseph Ratzinger1 como arzobispo de Múnich, que mantuvo tras su elección al solio pontificio, sobre el que reinó como Benedicto XVI (2005-2013). Literalmente significa «colaboradores de la verdad» (3 Jn. 8. 1). En tiempos de tanto relativismo y verdades individuales, el lema rescata la idea de una verdad que no puede ser impuesta, ni someterse al voto de la mayoría, sino que se manifieste como expresión diáfana del culto a la colaboración voluntaria y transversal de individuos, ciudadanos en definitiva. Una verdad que se reconozca y sea servida, y si fuere incómoda, pues que sea, como todo lo que no se deja domesticar.
La verdad debe atravesar todos los ámbitos de la existencia desde la academia —política, derecho, historia, ciencia— hasta la conciencia personal, y los frijoles diarios. La libertad, por lo tanto, es condición esencial para esa verdad. Sin libertad no hay verdad practicable. Donde no hay libertad para poder cuestionarlo todo, para pensar, hablar y para disentir, lo que hay es propaganda y triunfalismo vacuo, sea de sotana, toga, uniforme o guayabera. Y como la verdad cuanto la libertad van de consuno, la pérdida de una traerá inexorablemente la de la otra. En sus propias palabras: «defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad».2
Y en ese espíritu de colaboración en la verdad, traigo tres artículos de tres distinguidos intelectuales cubanos que honran esta casa con sus nombres y con sus ideas.
La España atrasada y otras mentiras
por D. Ferrán Núñez,3 tomado del original, publicado el 15 de septiembre de 2015 en el sitio digital Cubanet
PARIS, Francia – Defender a España en América es arriesgado, pero hacerlo en Cuba es un suicidio. De todas las materias que forman su sustancia, la españolidad es la parte del cubano a la que menos respeto se le tiene.
Este desdén hacia sí mismo se encuentra tan profundamente afincado en su psiquis que cualquier discusión al respecto termina con un levantamiento de machetes. No repara el cubano noble en las similitudes profundas que le unen a su hermano peninsular, ni mucho menos comprende que la causa de sus males presentes obedece, precisamente, al peso tremendo de esa historia pasada que no quiere ver y que desprecia, además, con tanto ahínco.
De España no puede venir nada bueno, afirma un clamor popular, y es que el pueblo sigue creyendo que la historia se terminó en 1898, cuando los caminos entre la entonces atrasada Península y su provincia se separaron por la intervención de los Estados Unidos apoyados por un sector minoritario de la población.
No, España no es hoy un país atrasado económica ni culturalmente, y sí que puede asesorar a Cuba en muchos campos. Para empezar, aquella es líder en crecimiento económico en Europa, como lo ha reconocido la propia señora Merkel hace pocos días, cuando llamaba a la sociedad civil alemana a inspirarse de los buenos indicadores económicos españoles. Alemania o Inglaterra contratan a sus empresas logísticas como Indra, o energéticas como Gamesa, sin olvidar que la Península es el primer donante de órganos y de sangre del mundo; también hay que mencionar que estamos hablando del segundo país por ingresos turísticos a nivel mundial.
¿Y qué decir de la cultura? España se sitúa entre los 5 primeros en fuerza editorial y en creación musical; y no debemos pasar por alto tampoco que el español es la lengua con más crecimiento e influencia después del inglés. Sin ir más lejos, según previsiones demográficas creíbles, dentro de 50 años la población hispana en los Estados Unidos será mayoritaria, bastará entonces que se haga con el poder en Washington para que España, a través de sus hijos, vuelva a ser la dueña del mundo.
Eso es lo que viene.
Tras la publicación en 1914 de «La leyenda negra y la verdad histórica», Julián Juderías consiguió demostrar que la mayor parte de las ideas sobre España dentro y fuera de la misma, obedecen a una campaña de descalificaciones orquestada por sus enemigos históricos; dicha maniobra parece haber alcanzado sus objetivos, pues según Juderías, esta ha conseguido que con el paso de los años, los españoles y sus descendientes iberoamericanos la creyeran, para terminar ajustando a estas falsedades sus proyectos nacionales e ideologías hasta hoy.
Por ejemplo, uno de los elementos que justificó el levantamiento de los españoles de Cuba y que se enseña todavía en los libros de historia de Cuba y de España, era que los naturales de la isla no tenían acceso a los cargos directivos dentro de la administración y el ejército. Nada es más falso. Veamos la opinión del barón francés Dutilh de la Tuque publicada en el periódico barcelonés La Dinastía: «Magistrados y de los más elevados, en la administración de justicia, catedráticos en la Universidad de La Habana y las de la Península, jefes y oficiales en el Ejército y la marina, diputados, senadores, diplomáticos y ministros, funcionarios de todos los órdenes y categorías, hasta agentes de policía los ha habido y los hay, nacidos en la reina de las Antillas».
No le faltaba razón al noble galo pues, en aquellos años, la subsecretaría del Ministerio de Ultramar se hallaba desempeñada por un cubano, D. Guillermo de Osma. Otro ministro cubano que ocupó dicho cargo fue D. Buenaventura Abarzuza. El secretario del gobierno civil de Madrid, D. Francisco Cassa era igualmente natural de Cuba. Una vicepresidencia del Congreso de los Diputados fue encomendada en las cortes de 1896 a D. Francisco Lastres, un cubano, pero antes de su nombramiento el puesto lo ocupaba otro isleño, el Sr. Santos Guzmán.
En la larga lista de empleados de la Administración civil ultramarina, figuraban buen número de cubanos: los Acosta, Montalvo, Azcárate,Vinet, Kindelan, Freire, Elisátegui, Echevarría, Jústiz, Saladrigas, O Farril, Bolívar, Rosillo,Valdés, Malli, Armas, Betancourt, Bernal, Balboa, Cadaval, Diago, Chacón, Beltrán, Insúa, Koaly,Varona y muchos más.
La gran verdad es que la relación sería interminable. Sólo en el Cuerpo de Comunicaciones de Cuba había más de cien funcionarios cubanos, es a saber la mitad o algo más de la mitad.
La enseñanza puede decirse que estaba por ellos monopolizada. El rector de la Universidad de La Habana D. Joaquín F. Lastres era cubano, lo eran igualmente el vicerrector D. José María Carbonell, el secretario general D. Juan Gómez de la Maza y Tejada, y los decanos de todas las facultades, D. José Castellanos y Arango, de Filosofía y Letras, D. Manuel J. Cañizales Benegas, de Ciencias, D. Leopoldo Barrier y Fernández, de Derecho, Don Federico Hortsman y Cantos, de Medicina, D. Carlos Donoso y Landier de Farmacia, y el director del Jardín Botánico. D. Manuel Gómez; resultando que de 80 catedráticos eran cubanos 60.
En la escuela profesional, cubanos eran el director, D. Bruno García Ayllon, siéndolo también los ocho profesores que desempeñaban todas las clases en la misma. En la de Pintura y Escultura no hay más que un peninsular, de tres maestros que la regentan, el director es cubano. Los institutos de segunda enseñanza de Matanzas, Santa Clara y Puerto Príncipe estaban regidos igualmente por hijos del país. D. Eduardo Diaz Martínez, D. Alejandro Muxo y Pablos y D. Agustín Betancourt y Ronquillo, respectivamente y en el cuadro general de este profesorado aparecen 35 catedráticos cubanos de 58, que en total pertenecían a dichos Institutos, y a los de La Habana, Pinar del Rio y Santiago de Cuba.
Pero era sin dudas en lo militar que los cubanos predominaban. Veamos: en los listados de soldados del Ejército Español fallecidos en Cuba entre 1895 y 1898 figuraban 444 oriundos de La Habana; 247 de Matanzas, 245 de Pinar del Río, 25 de Puerto Príncipe, 325 de Santa Clara y 114 de Santiago de Cuba. Uno de ellos, el coronel Jiménez de Sandoval –a veces aparece también citado como Ximenez de Sandoval–, era el jefe de la columna con la que se encontró Jose Martí en Dos Ríos. Otro santiaguero, el General Loño, fue Ministro de la Guerra del gobierno de Maura, nació el 5 de febrero de 1837 en Santiago de Cuba, murió en Madrid el 29 de junio de 1907, también ejerció como gobernador militar de La Habana durante la última guerra civil.
Para bien o para mal la influencia siempre fue mutua. Sin remontar al siglo XIX, militares cubanos ocuparon altos cargos en el Ejército español en los momentos más difíciles de la historia contemporánea, basta citar los dos más famosos: General Berenguer, quien fuera Alto Comisario en Marruecos, y Presidente del Gobierno, tras la caída de Miguel Primo de Rivera, según su biografía había nacido en Remedios, de padres cubanos.
¿Y qué decir del general Emilio Mola, cerebro y arquitecto del golpe de estado contra la II República? Había nacido en Placetas en 1887. Recordemos que los insurgentes en los primeros tiempos utilizaron la bandera republicana por decisión suya, ya que pertenecía a la facción republicana de los sublevados. El general Alfredo Kindelán, otro cubano, nació en Santiago de Cuba el 13 de marzo de 1879. Pertenecía a una acomodada familia cubana que perdió toda su fortuna como consecuencia de la guerra civil. Se hizo famoso por ser el jefe de la aviación nacional durante la guerra civil. El cubano era un monárquico convencido, junto a los aliados conspiró contra Franco para restaurar el trono de los borbones.
La lista es larga y a disposición del público. Por eso recomiendo cautela a la hora de criticar a España. Creo que va siendo hora de reevaluar la percepción que tienen los cubanos sobre sobre su propia identidad.
Para rehacer la nación española y a Cuba hace falta revisar con urgencia la historia, es un deber de todos. Vale alzarse enérgica y dignamente para criticar las componendas de la clase dirigente española con el castrismo, pero esto ya tampoco es suficiente. Que no se descalifique a España con hechos inciertos y cuestionables, no sea porque tal vez la solución a los problemas de Cuba que condenan algunas voces jóvenes desde las redes sociales, venga justamente de la Madre de la que nunca debieron separarnos.





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Otra historia de la guerra del 95: lo que se quiso olvidar
por D. Carlos Manuel Estefanía,4 tomado del original, publicado el 16 de junio de 2025 en el sitio digital Cuba Nuestra.
En Cuba, la historia oficial repite una y otra vez que la guerra iniciada en 1895 fue una epopeya libertadora, una lucha justa y necesaria contra una metrópoli opresora. Se nos habla de héroes indiscutibles —Martí, Maceo, Gómez— que levantaron un pueblo entero en busca de independencia, dignidad y justicia.
Y lo curioso es que esta visión no solo la sostiene el régimen comunista, que lleva más de seis décadas en el poder, sino también buena parte del exilio cubano radicado en Estados Unidos, donde las diferencias ideológicas entre ambas orillas parecen disolverse cuando se trata de idealizar la gesta independentista. Comunistas y anticastristas, por una vez, comparten el mismo panteón de mártires y el mismo relato mítico: una Cuba oprimida por España, redimida a machetazos por una revolución popular.
Pero ¿y si no fue exactamente así? ¿Y si hubo otra historia, silenciada, incómoda, que merece también ser contada?
En 1896, desde Sancti Spíritus, el pensador y periodista Fernando Flores y Vergara, bajo el seudónimo Guzmán de Alfaraché, ofreció una mirada provocadora y demoledora sobre la guerra que azotaba a su país. Su serie de artículos, reunidos en el libro «La Guerra de Cuba», es un documento que hoy podría parecer reaccionario, pero que obliga a cuestionarnos la simplicidad de ciertas narrativas. En sus páginas, la insurrección del 95 no aparece como gesta heroica, sino como un estallido de barbarie, ignorancia y oportunismo. Una visión incómoda, sí, pero profundamente argumentada.
¿Libertad? ¿Qué libertad?
Flores comienza preguntándose lo esencial: ¿de qué libertad carecía Cuba para que fuera necesario empuñar las armas? Y responde sin rodeos: ninguna. Según él, la isla contaba con libertades otorgadas por España que iban desde la de imprenta —que incluso permitía publicaciones separatistas— hasta el derecho de asociación, reunión y voto. El problema, a su juicio, no era la falta de libertades, sino la falta de voluntad ciudadana para ejercerlas.
Cuba, afirma, era libre en los papeles, pero prisionera de su propia apatía política.
¿Pobreza? ¿Injusticia fiscal? Otro mito
A menudo se nos dice que los cubanos se rebelaron también por la opresión económica. Pero Flores lo niega con cifras en mano. Según su recuento, la mayoría de los insurrectos ni siquiera pagaban impuestos. Muchos eran campesinos sin propiedad o empleados públicos que vivían del erario español. Es más, asegura que los grandes contribuyentes eran españoles peninsulares y pequeños industriales que, lejos de sublevarse, defendían la legalidad.
La verdadera raíz: ignorancia e inmoralidad
Pero si no fue por falta de libertad ni por miseria, ¿qué encendió la mecha de la guerra? Aquí es donde el autor ofrece su tesis central: la causa profunda fue la ignorancia y la carencia de moral pública. Según Flores, los rebeldes eran, en su mayoría, masas incultas y manipulables, abandonadas por un sistema educativo ineficiente y por familias que despreciaban el valor del saber. Tampoco encontraba en la sociedad cubana un fuerte arraigo religioso ni un sentido sólido de ciudadanía.
Para él, la guerra fue posible no porque Cuba tuviera conciencia de nación, sino porque tenía pocas defensas morales contra el caudillismo, el fanatismo o el resentimiento social.
Una guerra sin ideales
En su visión, la guerra del 95 no tenía programa político ni proyecto de nación. Era una revuelta anárquica donde se macheteaba por odio, se incendiaban fincas sin estrategia y se saqueaban pueblos por ambición. La llamada “República en Armas”, lejos de parecerle un gobierno en formación, le resultaba una caricatura institucional, improvisada por jefes sin preparación ni legitimidad.
Había, dice, más bandoleros que patriotas. Y más resentimiento que esperanza.
El error que lo hizo todo posible: el Pacto del Zanjón
Otro elemento clave en su diagnóstico es el Pacto del Zanjón de 1878, que puso fin a la Guerra de los Diez Años. Para Flores, aquello fue un acto de debilidad y ceguera política. España pactó con un enemigo ya vencido, otorgando beneficios y perdón sin obtener compromisos reales. Peor aún: muchos de los que fueron recompensados con cargos y sueldos públicos luego se alzaron de nuevo, esta vez con más experiencia y mejores contactos.
El mensaje que dejó el Zanjón, según él, fue claro: rebelarse paga.
¿Y si hubieran ganado? Una pesadilla tropical
Flores no se queda solo en la crítica. También imagina —casi con tono profético— lo que habría ocurrido si la revolución hubiera triunfado. Y su visión es oscura: un país sumido en el caos, con luchas raciales entre negros y blancos, guerras civiles entre caudillos rivales y el eventual dominio económico de los Estados Unidos, que según él ya jugaban sus cartas desde la sombra.
La independencia, en lugar de traer prosperidad, habría desembocado —asegura— en anarquía, dictaduras personales o neocolonialismo.
¿La solución? Ni látigo ni utopía: educación
Y sin embargo, Flores no es un mero nostálgico del orden colonial. Tiene propuestas concretas: dividir la tierra, fomentar la inmigración peninsular, multiplicar las escuelas rurales, mejorar la red de comunicaciones y educar al campesinado en valores cívicos y nacionales. Su apuesta es por una Cuba española, pero moderna; integrada, pero reformada.
Para él, la clave no está en dar más armas al pueblo, sino en darle más libros y más ética. Solo así, cree, podrá evitarse que una nueva generación vuelva a ser arrastrada por “la fiebre del machete”.
Una lección que incomoda a todos
Lo notable del ensayo de Flores y Vergara es que contradice tanto la narrativa comunista como la liberal del exilio. Mientras unos convierten a Maceo en precursor del internacionalismo proletario y otros hacen de Martí un profeta democrático liberal, Flores recuerda que muchos de los protagonistas del 95 no sabían siquiera firmar su nombre, ni articular un plan de nación coherente.
Su voz no es la del rebelde ni la del reformista, sino la del viejo orden que no se resigna a ser sepultado por la épica revolucionaria. Pero también es la voz del cronista que vio cómo su país se incendiaba y se preguntó, quizás con razón, si tanta destrucción valía el precio.
Epílogo para nuestros días
Más de un siglo después, la lectura de La Guerra de Cuba sigue siendo un desafío. No nos invita a idealizar el pasado, pero sí a desromantizar el relato oficial, ese que —en el fondo— es compartido por quienes se dicen enemigos irreconciliables.
Porque si algo demuestra este libro es que la historia de Cuba no solo necesita más verdad. Necesita también más memoria crítica, más matices, y menos himnos.
El Tratado de París de 1898: herida jurídica de Cuba
por el Prof. Mario A. Martí Brenes,5 tomado del original, publicado en varias entregas durante febrero de 2025.
El Tratado de París es un documento medular para entender a Cuba. Sin embargo, casi no se estudia ni se habla de él, porque los gobiernos cubanos a partir de 1902 —y hasta hoy— son ideológicamente independentistas y no les conviene hablar de un documento que pone en duda las raíces de la independencia. La independencia no es, como se hace ver, un parteaguas entre lo moral y lo inmoral. Es una opinión política.
El Tratado de París de 1898 fue un turbio y brutal acuerdo entre España y los Estados Unidos que puso fin a la Guerra Hispano-estadounidense. Se firmó el 10 de diciembre de 1898 en la capital francesa, en condiciones de fragilidad extrema para España. Fue el marco legal que permitió la separación de la provincia española de la Isla de Cuba del Reino de España.
La provincia española de Cuba fue objeto de una «renuncia territorial». Puerto Rico, en cambio, fue objeto de una «cesión territorial».
Veamos: la renuncia territorial dejó a la provincia de Cuba sin ninguna soberanía, quedando, a efectos del Tratado, como un territorio ex-español ocupado y administrado por el Estado vencedor en una guerra entre dos potencias.
En el caso de Puerto Rico ocurrió una cesión: Estados Unidos anexionó el territorio bajo un régimen especial propio del derecho anglosajón, ejerciendo sobre él soberanía.
Los ciudadanos de ambas provincias fueron tratados como ganado, sin ningún tipo de derechos.
La nacionalidad española originaria de los antillanos, en ambos casos, implicaba el ejercicio del derecho de opción de nacionalidad. Pero esa opción nunca existió realmente. Perdieron la nacionalidad sin consulta, sin recibir una nueva a cambio y quedaron en un limbo jurídico: no eran ciudadanos de ningún país. Legalmente, desaparecieron.
Si recurrimos al derecho vigente de la época —construido a partir de la costumbre— y al derecho comparado, y si además tomamos en cuenta la condición jurídica de los habitantes de las provincias antillanas, llegamos a una conclusión inevitable:
no eran pueblos indígenas sin estatuto jurídico. Por tanto, sus derechos civiles y políticos estaban insertados dentro del ordenamiento jurídico nacional de España.
Eran ciudadanos españoles. Y eso los dotaba de titularidad de derechos y de capacidad para ejercerlos.
De todo lo anterior se desprende una verdad incómoda: los españoles antillanos fueron privados de su derecho fundamental a optar por su nacionalidad. El Tratado de París violó derechos civiles básicos y creó una población jurídicamente huérfana.
Eso no es «historia pasada». Es un problema jurídico sin resolver.
Personajes que intervinieron en el Tratado
Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia
I marqués de Villa-Urrutia (La Habana, 1850 – Madrid, 1933)
Noble, político y diplomático español. Ministro de Estado entre enero y junio de 1905 durante el reinado de Alfonso XIII. Formó parte de la comisión negociadora del Tratado de París, donde sostuvo fuertes enfrentamientos con los delegados estadounidenses por el futuro de las Antillas.
Posteriormente fue embajador de España en Viena, Londres, París y Roma.
William Rufus Day
(Ravena, Ohio, 1849 – Mackinac Island, 1923)
Diplomático y jurista estadounidense. Amigo personal del presidente McKinley. Fue Secretario de Estado durante la guerra hispano-estadounidense y más tarde juez asociado de la Corte Suprema durante 19 años.
Inicialmente sostuvo que las colonias españolas —salvo Cuba— debían devolverse a España y se opuso a la anexión total de Filipinas, proponiendo una compra «justa». Sin embargo, acabó aceptando la línea más dura de McKinley.
Dirigió la Comisión de Paz estadounidense y fue quien firmó el protocolo de paz y el Tratado de París. Negoció la cesión de Cuba, Guam, Filipinas y Puerto Rico por 20 millones de dólares. Mientras tanto, garantizó la neutralidad de Francia y Alemania y ocurrió la anexión de Hawái.
Buenaventura Abárzuza y Ferrer
(La Habana, c. 1843 – Madrid, 1910)
Diplomático español nacido en Cuba, profundamente identificado como cubano y español. Fue embajador en Londres y Ministro de Estado entre 1902 y 1903.
Integró la delegación española firmante del Tratado. Para su dolor, fue uno de los hombres que estampó su firma en el documento que hizo perder a España sus provincias antillanas.
Eugenio Montero Ríos
(Santiago de Compostela, Galicia, 13 de noviembre de 1832-Madrid, 12 de mayo de 1914).
Fue un político y jurista español, ministro de Gracia y Justicia con el rey Amadeo de Saboya y ministro de Fomento, presidente del Tribunal Supremo, presidente del Consejo de Ministros de España y presidente del Senado con la Restauración Borbónica.
Siendo ministro del gobierno de Práxedes Mateo Sagasta, fue presidente de la delegación española que ¿negoció? el Tratado de París, tras la guerra con los Estados Unidos (1898) y que supuso la pérdida de las últimas colonias. Mas bien fue mandado al matadero por su jefe, como lo hizo con el Almirante Cervera en Santiago de Cuba.
Jules Martin Cambon
(París, 1845 – Vevey, 1935)
Diplomático francés y embajador en Washington en 1897. Fue una figura clave en la preparación de los textos preliminares del acuerdo de paz.
Actuó como intermediario secreto entre Práxedes Mateo Sagasta, Pierpont Morgan y el grupo Rockefeller para repartirse el botín del imperio viejo.
El tratado fue redactado por Cambon en inglés, sin presencia de ningún español, y luego produjo una versión «edulcorada» que fue la que recibió la Reina de España.
Reunión en San Juan de los Remedios
El 1 de febrero de 1899, en el Hotel Mascotte de San Juan de los Remedios, el general Máximo Gómez se reunió con el plenipotenciario estadounidense Robert P. Porter. Gómez escuchó espantado las condiciones. A su lado, el teniente Hanna. Frente a él, Porter y el capitán Campbell. Como traductor, Gonzalo de Quesada. Ese día no se discutía la independencia. Se negociaba la disolución del ejército cubano. La historia que se cuenta es una. La historia jurídica es otra. Y el Tratado de París sigue ahí, como una bomba enterrada bajo el discurso oficial.
1 PRESIDENTE de la comisión por los Estados Unidos de América a: William R. Day.
7 Cushman K. Davis, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado.
9 William P. Frye, por la Cámara de Representantes de los Estados Unidos.
4 George Gray, juez de Estados Unidos.
10 Whitelaw Reid, enviado especial en representación del pueblo de los Estados Unidos
2 Presidente de la Comisión española nombrado por su Majestad la Reina Regente de España: Don Eugenio Montero Ríos, Presidente del Senado;
5 Don Buenaventura de Abárzuza, Senador del Reino, Ministro que de la Corona [habanero]
8 Don José de Garnica, juez, Diputado a Cortes, Magistrado del Tribunal Supremo;
3 Don Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia, Enviado Extraordinario y Ministro plenipotenciario [habanero]
6 Don Rafael Cerero, General de división
Joseph Alois Ratzinger (Marktl, Alemania, 1927-Vaticano, 2022). Teólogo de reconocido prestigio, profesor universitario desde joven. Fue arzobispo de Múnich y cardenal. Elegido papa en 2005 a la muerte de Juan Pablo II. En 1981 fue nombrado prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cargo desde el que dirigió la preparación del Catecismo de la Iglesia Católica. En 2013 renunció al cargo de papa y tomó el título de papa emérito.
S.S. Benedicto XVI, Carta Encíclica Caritas in Veritate, 29 de junio de 2009, recuperado de Encíclicas de Benedicto XVI.
Ferrán Núñez (Bucarest, 1963). Se graduó en la Escuela Inter Armas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba (FAR). Participó en la guerra de Nicaragua como asesor militar en 1985. En 1989 fue encarcelado en La Habana, durante meses, en la prisión llamada Villa Marista por sus escritos contestatarios, calificados por el régimen de Fidel Castro como «propaganda enemiga». Víctima de denuncia, fue expulsado de las Fuerzas Armadas por «desafecto al proceso revolucionario e incompatibilidad moral»; pasó al exilio en Francia gracias a la intervención, a su favor, de la fundación Francia Libertades - Fundación Danielle-Mitterrand, en 1992. En 1997 obtuvo un Diploma de Estudios Avanzados en Lengua Literatura y Civilización Hispanoamericanas en la Universidad de París VIII, Saint Denis. Ya en Francia, fundó la asociación civil Autonomía Concertada para Cuba con el propósito de impulsar la reunificación del país con España, al frente de la cual se mantuvo hasta 2020.
Carlos Manuel Estefanía y Aulet (La Habana, 1962) es filósofo, magíster en Pedagogía del Español y Ciencias Políticas por la Universidad de Estocolmo (2009), periodista y educador radicado en Suecia desde 1993; estudió Filosofía en las universidades de La Habana y Moscú, se licenció en Materialismo Histórico en 1987 y realizó posgrados en economía, relaciones internacionales, periodismo, lingüística, comunicación y semiótica, además de cursos de Derecho en la Universidad de La Habana. Fundó en Estocolmo el programa Radio Sur y la revista Cuba Nuestra (1994), dirigió el periódico El Nuevo Mundo (2008) y ha conducido espacios radiales en EE. UU. y Suecia, entre ellos La Tertulia de Estocolmo. Es autor de Pasión y Razón de Cuba (2005), coautor de La Revolución Cubana, Miradas Cruzadas (2007), autor de Y Juanes Cantó en La Plaza (2009) y de la obra inédita Esta Cuba Nuestra: Apuntes sobre la historia de una isla que fue española; recibió el Premio de Periodismo Leoncio Rodríguez (2002) y ha colaborado con medios de Cuba, Europa, Estados Unidos y América Latina, al tiempo que desarrolla una amplia labor docente en filosofía, semiótica, comunicación, idiomas y ciencias sociales. Más información aquí.
El profesor Mario Martí Brenes es historiador formado en la Universidad de La Habana. Inició sus estudios de Historia en 1964 en la Escuela de Educación de esa institución, donde se graduó cuatro años después como Profesor de Historia y Geografía. Posteriormente obtuvo la Licenciatura en Historia. Fue alumno de figuras centrales de la historiografía cubana como María del Carmen Barcia, José Luciano Franco, Hortensia Pichardo, Levi Marrero, José Antonio Portuondo, Julio Le Riverend, Óscar Pino Santos y Alejandro García, entre otros. Con muchos de ellos mantuvo una relación personal e intelectual cercana, que influyó directamente en su formación académica y en su manera de abordar el oficio de historiador. Durante décadas ha trabajado de manera sistemática con fuentes primarias. Ha investigado en el Archivo Nacional de Cuba, la Sociedad Económica de Amigos del País, la Sociedad de Técnicos Azucareros de Cuba, la Biblioteca Nacional José Martí, el Archivo General de Indias en Sevilla y el Archivo del Ejército en Ciudad Real, así como en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos en Washington. Define su trabajo historiográfico como una resistencia consciente a la superficialidad. No se presenta como poseedor de verdades absolutas, pero sí como un estudioso riguroso, formado en el archivo, en la lectura directa de documentos y en el contraste permanente con otras miradas. Su trayectoria está marcada por el diálogo intelectual con grandes historiadores y por una dedicación sostenida al estudio de la historia de Cuba desde sus fuentes originales. Más información aquí.










