N.º 64 - ¿Una nación de ideas o de creencias?
inicia nueva temporada de Cuba española: el pódcast
En los últimos años he dedicado mis esfuerzos a impulsar una idea que al tiempo que desagravia la indecible injusticia cometida contra una parte nada desdeñable del pueblo español que vio parte de su identidad desaparecida de un plumazo, también puede ser el reclamo más importante y más eficaz que los cubanos hayamos hecho jamás en el casi sesquicentenario de vida independiente para el ejercicio de nuestras libertades. Parte de la iniciativa comprende el sostenimiento de una demanda judicial ante los tribunales españoles la nulidad del artículo IX del Tratado de París de 1898, que despojó ilegalmente a los naturales de Cuba y Puerto Rico de su ciudadanía española. Ese artículo, impuesto a España por los Estados Unidos, no solo es contrario al derecho vigente hoy, sino que ya lo era en su propio tiempo: ningún Estado tiene potestad para desnaturalizar a sus propios ciudadanos de forma masiva y forzosa.
Lo que está en juego
Cuba y Puerto Rico no eran colonias, como la propaganda nacionalista ha repetido durante más de un siglo, sino territorios integrados plenamente en el Reino de España bajo la Constitución de 1876 y sus decretos complementarios, que reconocían a los naturales de ambos territorios los mismos derechos políticos que a cualquier peninsular. No es posible sostener que un hijo de españoles nacido en territorio español dejase de ser español por nacer en la Habana o en San Juan. Sin embargo, eso es precisamente lo que estableció el artículo IX, creando una situación de apatridia inédita y contraria al Derecho.
El Estado español comete un grave error al aplicar a Cuba y a Puerto Rico el mismo criterio que en el siglo XX se utilizó para el Sáhara o la Guinea. Ese paralelismo carece de toda base histórica y jurídica.
Estado procesal
La demanda principal que hemos presentado en la Audiencia Nacional ya está lista para sentencia. La votación estaba prevista para el 2 de julio, pero quedó suspendida por la huelga de jueces. Ahora estamos a la espera de que se fije nueva fecha. El fallo puede ser favorable o desfavorable; en cualquiera de los casos, agotaremos las instancias: primero el Tribunal Supremo, luego el Tribunal Constitucional y, si fuese necesario, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en Estrasburgo.
Además de esta acción, hemos interpuesto otra demanda contra la Consulta de 2007 de la Dirección General de Registros y Notariado, que, en abierta ilegalidad, sostiene que Cuba y Puerto Rico eran colonias. Esa doctrina administrativa contradice no solo la historia y el derecho del siglo XIX, sino también la propia Constitución española de 1978, que prohíbe la retroactividad de las leyes.
Una batalla más amplia
Esta investigación ha mostrado que esta no es solo una cuestión de pasado, sino un problema actual de discriminación. Mientras a un argentino o a un venezolano descendiente de españoles se le reconoce la ciudadanía sin mayores obstáculos, a los cubanos y puertorriqueños se nos exige pruebas imposibles, como demostrar que nuestros ancestros firmaron una declaración para conservar la nacionalidad tras el Tratado de París. Es un sinsentido jurídico y un agravio comparativo que vulnera principios básicos del derecho internacional de los derechos humanos.
En 1898 se celebraron elecciones en Cuba y Puerto Rico bajo el marco autonómico español, con altísima participación, y la gran mayoría votó por seguir vinculados a España. Esa voluntad soberana fue ignorada. Hoy, 127 años después, seguimos reclamando que se corrija esa injusticia.
Perspectivas
Es probable que antes de que concluya este año tengamos una respuesta judicial. Cualquiera que sea, este proceso apenas empieza. Nuestra mayor tarea ahora es dar visibilidad a la causa, porque una demanda aislada puede ser enterrada, pero cuando miles de ojos vigilan, cuando la opinión pública está informada, la justicia no puede eludir su deber.
Esta lucha no depende de ideologías políticas ni de simpatías personales: se trata de un derecho originario que nos pertenece a cubanos y puertorriqueños, un derecho que nunca debió ser arrebatado. España tiene con nosotros una deuda histórica y jurídica que debe saldarse. La unidad y el reencuentro del pueblo español dependen de que se reconozca, al fin, que fuimos y somos españoles.
¿Es Cuba una nación de ideas o de creencias?
En el decurso que ilustra la historia de la filosofía y las ciencias sociales, se ha discutido la relación entre las ideas y las creencias como dos dimensiones distintas, pero estrechamente vinculadas, del pensamiento humano. Aunque suelen usarse como sinónimos en el lenguaje cotidiano, en realidad designan fenómenos diferentes: las ideas remiten a construcciones racionales susceptibles de debate, crítica, etc., mientras que las creencias tienen un arraigo afectivo, cultural o existencial más profundo. Analizar esta diferencia permite comprender cómo el ser humano procesa la realidad y orienta su acción en el mundo, y analizarla desde una perspectiva histórica de los cubanos, da una claridad meridiana para entender el lugar que hoy ocupamos en él.
Las ideas son formulaciones conceptuales que buscan explicar, interpretar o proyectar una visión de la realidad. Suelen nacer del razonamiento, de la observación o de la especulación intelectual. Una idea puede ser cuestionada, perfeccionada, debatida, emplazada, criticada, ampliada o restringida. Puede ser sustituida por otra sin que ello implique necesariamente un conflicto personal o un cataclismo social. Por ejemplo, la idea de que «la Tierra gira alrededor del Sol» no es una verdad incuestionable por fe, sino una construcción racional sostenida en evidencias científicas.
En contraste, las creencias son convicciones más arraigadas, que pueden sostenerse incluso sin pruebas objetivas o en contra de ellas. Funcionan como marcos de sentido, a menudo heredados de la tradición, la religión o la cultura, y están vinculadas a la identidad del individuo o del grupo. Creer que «la vida tiene un propósito trascendente» no es una conclusión racional verificable, sino una convicción que estructura la visión del mundo de quien la sostiene.
La diferencia esencial, entonces, es que las ideas son proposiciones revisables dentro del campo de la razón, mientras que las creencias son convicciones existenciales que operan como certezas personales o colectivas. De ahí que las ideas circulen y evolucionen en el ámbito de la ciencia, la filosofía o la política, mientras que las creencias habitan principalmente la esfera de la religión, la moral o la cultura.
Dicho ello, reducir las creencias a un simple «error de razón» es un equívoco. Las sociedades se sostienen tanto en sistemas de ideas como en sistemas de creencias. La ciencia avanza con ideas que se prueban y descartan. El problema surge cuando las creencias se manifiestan como ideas, y se blindan contra cualquier diálogo racional en el espacio público. Si la historia ha de ser ciencia, habrá también de despojarse de toda creencia que limite el sano debate basado en la evidencia que brindan sus fuentes: se puede discutir una idea sin atentar contra la dignidad de quien la defiende, y se puede respetar una creencia sin renunciar al ejercicio de la crítica racional. La madurez de una sociedad depende, en gran medida, de mantener en equilibrio estas dos dimensiones del pensamiento.
Estados Unidos, por ejemplo, nació como una república de ideas, mientras que los cubanos no hemos podido superar el precario estatus de comunidad de creencias, impuesta por un grupo de personas como requisito sine qua non para mantenerse en el poder en contra de la voluntad de la mayoría de la población que, en elecciones limpias, manifestaron una voluntad contraria. Los cubanos fuimos obligados a abandonar la nación de ideas a las que pertenecíamos (la española) para abrazar una nación de creencias, hueca, espuria.
La fundación estadounidense está anclada en un corpus de ideas racionalizadas: el constitucionalismo, la separación de poderes, el liberalismo clásico, el derecho natural reinterpretado como «derechos inalienables». Los Padres Fundadores eran, en gran medida, intelectuales políticos que convirtieron en texto escrito (la Constitución, la Declaración de Independencia, el Federalist) principios filosóficos heredados de Locke, Montesquieu o Rousseau. La nación se concibió como un proyecto contractual, donde la pertenencia se define por la adhesión a esos principios, más que por una identidad étnica o cultural.
El caso cubano es distinto. La independencia no cristalizó sobre un proyecto racionalmente codificado, sino sobre creencias movilizadoras: la fe en el «mambí» como arquetipo de la libertad, la convicción de que la independencia equivalía a dignidad, la mitificación de Martí como apóstol. Incluso la idea de «Cuba» como nación antecede a un corpus institucional sólido: primero fue mito, después realidad política. La noción de Cuba como Estado-nación nunca tuvo un contrato constitucional profundo que sirviera de cemento; en su lugar, se sostuvo en símbolos, relatos épicos y emociones colectivas, muchas veces contradictorias.
Esto explica por qué Estados Unidos puede sobrevivir a cambios étnicos, religiosos o culturales, porque su argamasa son las ideas constitucionales, mientras que Cuba, sin un pilar equivalente, se ve obligada a regenerar continuamente sus creencias nacionales para sostener la cohesión. En términos prácticos: en EE.UU. discutir una idea (como la forma de interpretar la Constitución) no destruye la nación; en Cuba, cuestionar las creencias fundacionales (el mito mambí, la «sagrada independencia») se percibe como traición.
La paradoja es que una nación sostenida en creencias tiene más potencia emocional, pero menos estabilidad institucional. Por eso la historia cubana se ha caracterizado más por la épica que por la majestad de sus instituciones.
El contraste entre Estados Unidos y Cuba muestra cómo el fundamento de una nación —ideas o creencias— incide en su trayectoria histórica. Una nación fundada en ideas puede integrar la diversidad y sobrevivir a transformaciones profundas, porque su cohesión descansa en principios racionales codificados. Una nación sostenida en creencias tiene, en cambio, una potencia movilizadora inmediata, pero carece de estabilidad institucional a largo plazo. El análisis invita a repensar la necesidad de transitar en el caso cubano de una identidad basada en mitos hacia una identidad cívica fundada en ideas racionalizadas, que permitan un marco común de legitimidad política y convivencia democrática.
Ese momento inicial de pertenecer a una nación de ideas ocurrió en 1812 con la Constitución de Cádiz, momento en el que Cuba experimenta su tránsito constitucional, de la mano de España, desde luego, momento sistemáticamente ocultado por aquellos que tienen la obligación de hablar la verdad. En cambio, la única forma de sostener ese poder espurio e ilegítimo es sustraerlo de la crítica, hacerlo superior a la razón, al cuestionamiento lógico. Y ese mecanismo lo vimos de nuevo en 2019 cuando algún miembro de la asamblea constituyente de Guáimaro 2.0 (de infeliz memoria), tuvo la osadía, la desfachatez, la infinita gandinga de decir que el Partido Comunista de Cuba es la fuerza dirigente superior de la sociedad, y está por encima del Estado. Otra vez, allí donde la razón no impera, gana terreno la arbitrariedad, la opresión y la falta de libertad.
¿Por qué una nación de ideas es más ventajosa que una nación de creencias?
1. Criterio de racionalidad
Las ideas son proposiciones abiertas al debate, la verificación y la crítica. Su fuerza proviene de la razón y la argumentación, no de la fe. Una idea puede demostrarse falsa, perfeccionarse o integrarse en un sistema más amplio, sin que por ello colapse el individuo o la comunidad que la sostiene. Las creencias, en cambio, se blindan contra la crítica. Están ligadas a la identidad del creyente y suelen resistir cualquier evidencia contraria. En este sentido, las creencias pueden inmovilizar el pensamiento, mientras que las ideas lo dinamizan.
Ejemplo: La creencia medieval de que la Tierra era el centro del universo bloqueó durante siglos la astronomía. La idea copernicana, en cambio, abrió la puerta a la revolución científica.
2. Criterio de adaptabilidad
Las ideas permiten la revisión y actualización conforme cambian los contextos. De ahí que las instituciones basadas en ideas (ej. el constitucionalismo estadounidense) puedan sobrevivir siglos mediante reformas, reinterpretaciones y enmiendas.
Las creencias, al presentarse como verdades inmutables, suelen romperse ante el cambio en lugar de adaptarse. Una sociedad que se sostiene en creencias rígidas corre más riesgo de fractura o dogmatismo.
Ejemplo: La idea de «derechos humanos universales» ha ido ampliándose (de derechos civiles a sociales, de los hombres a todos los géneros), lo que la hace más robusta. En contraste, la creencia en el «carácter sagrado» de un orden social, como la monarquía absoluta, se derrumbó cuando las condiciones históricas la desmintieron, y lo mismo ocurrirá con la cláusula constitucional de irrevocabilidad del «socialismo» cubano.
3. Criterio de institucionalidad
Las ideas son codificables en leyes, constituciones y teorías. Al ser formuladas con precisión, permiten organizar comunidades sobre bases claras y negociables. Las creencias, en cambio, se transmiten como mitos, símbolos o dogmas, sin un marco normativo que garantice estabilidad. De ahí que los Estados que se fundan en ideas tengan estructuras más sólidas y predecibles que aquellos que dependen de creencias compartidas.
Ejemplo: Estados Unidos se cohesiona alrededor de ideas constitucionales debatibles y reformables. Cuba, en cambio, ha tenido que reinventar constantemente sus creencias nacionales (el mito mambí, Martí como apóstol, la fe revolucionaria) para sostener su identidad.
Razón, adaptación e instituciones.
Las ideas son superiores a las creencias, al menos en lo que respecta a un proyecto político cuya salud y robustez promuevan el progreso, la paz y la plenitud de los seres humanos,porque aportan razón crítica, flexibilidad y estabilidad institucional. No significa que las creencias carezcan de valor: son útiles para dar cohesión emocional y sentido cultural. Pero cuando se convierten en el fundamento exclusivo de una nación o de una persona, tienden a la rigidez y a la irracionalidad. Las ideas, en cambio, permiten construir proyectos comunes capaces de dialogar con el tiempo, integrar la diversidad y sostener instituciones duraderas.
¡Por el reencuentro del pueblo español! ¡Es hora de volver a casa!
Muchas gracias a todos,
Maikel Arista-Salado