Junto con Esquilo y Eurípides, Sófocles completa el trío magnífico de los grandes trágicos griegos. La tragedia, como género, indaga como ningún otro en la naturaleza humana y en las grandes preguntas que plantea la existencia: la relación entre los hombres y los dioses, el poder y la justicia, la libertad y el destino. En Antígona, Sófocles lleva este conflicto a su punto más alto. Antígona, hija de Edipo, se enfrenta al rey Creonte de Tebas después de que sus hermanos, Eteocles y Polinices, hubiesen muerto combatiendo entre sí por el trono. Creonte decreta que Eteocles, por haber defendido la ciudad, recibiese sepultura con honores, mientras que Polinices, considerado traidor, quedase insepulto y abandonado a los buitres. Para los griegos, negar el entierro era una afrenta de enorme gravedad: el alma del difunto quedaba errante, incapaz de alcanzar la paz en el Hades. Pero más allá de esa creencia religiosa, la cuestión ponía en juego un principio superior: las leyes divinas no escritas, que exigían que todo ser humano, sin importar sus faltas o crímenes, recibiera los ritos funerarios que aseguraban su dignidad y su tránsito al reino de Perséfone.
Antígona, guiada por ese mandato superior de los dioses, decide desobedecer la ley de Creonte y enterrar a su hermano. Cuando es descubierta, se enfrenta al rey con una frase que condensa toda la tensión:
“No fue Zeus quien lo proclamó, ni la Justicia que habita con los dioses estableció nunca tal ley entre los hombres”.
El conflicto no es simplemente familiar ni político: es filosófico. Antígona representa la justicia divina (eterna, universal, no escrita); Creonte, la justicia humana (el decreto de la polis, arbitrario, aunque legal). La tragedia muestra cómo el choque entre ambas destruye tanto a Antígona como a Creonte, revelando que una ley humana, legal prima facie, pero contraria a una justicia superior, inmutable y divina, conduce inexorablemente a la ruina.
Antígona es un texto fundacional para la reflexión jurídica y política: la pregunta de fondo es si el Estado, bajo un manto de presunta legalidad, puede dictar leyes que contradicen derechos fundamentales inherentes al ser humano.
En la filosofía clásica griega, la justicia se concebía en dos planos: el de la justicia divina, representada por Temis Uránida, una titánide, y el de la justicia humana, encarnada en las leyes de la polis y venerada en su hija, Diké. La primera respondía a un orden universal, inmutable y superior a los caprichos de los hombres; la segunda, al campo de lo contingente, lo político y lo normativo. A diferencia de su madre Temis (que representaba el orden cósmico y divino), Diké vigilaba la justicia en el plano humano, especialmente en los tribunales y en las decisiones de los jueces. Los antiguos decían que cuando los jueces dictaban sentencias injustas o se dejaban llevar por la corrupción, Diké subía al Olimpo y lloraba a los pies de Zeus.
Trasladado al mundo contemporáneo, el derecho a la nacionalidad se sitúa en el ámbito de esa justicia superior. La Declaración Universal de Derechos Humanos lo reconoce como un derecho inherente, inalienable, inderogable y sagrado, no creado por el legislador sino simplemente afirmado por él: todo individuo tiene derecho a una nacionalidad y nadie debe ser privado de ella arbitrariamente. Es un principio que, como la justicia divina en la antigüedad, trasciende fronteras y sistemas políticos, y que protege la dignidad esencial de las personas. El mundo prosaico de hoy las llama «normas imperativas de Derecho Internacional general», o ius cogens, que arropan las que ha mucho tiempo dormitaban en el regazo de la titánide hija de Urano.
Sin embargo, la historia muestra cómo la justicia humana, en forma de leyes positivas, ha violentado este derecho. El artículo IX del Tratado de París de 1898, al despojar a miles de ciudadanos españoles de su nacionalidad de origen por razones políticas y territoriales, es un ejemplo claro de cómo un acto en apariencia legal, puede convertirse en instrumento de injusticia. Aquí se repite el dilema trágico que Sófocles dramatizó en Antígona: la ley escrita del gobernante (Creonte) frente a la ley no escrita y superior de los dioses (la obligación moral de Antígona).
La defensa del derecho a la nacionalidad debe entonces situarse en esa misma lógica: cuando las leyes humanas contradicen el orden superior de los derechos fundamentales, carecen de legitimidad. No basta con que sean legales; deben ser justas en un sentido universal. Recuperar el derecho a la nacionalidad no es un acto de gracia del Estado, sino la restauración de un principio superior que nunca debió ser vulnerado.
En este sentido, la lucha por la ciudadanía arrebatada viene a entronizar una debate filosófico de más de 2500 años de antigüedad: el recordatorio de que la justicia verdadera, como enseñaron los griegos, no depende de decretos ni tratados, sino de principios universales que resisten a la arbitrariedad del poder.
Instagram live con Estela Marina - ¿Eran españoles los nacidos en Cuba y Puerto Rico antes de 1898?
El pasado 16 de agosto, la bellísima Estela Marina tuvo la gentileza de invitarme a una transmisión en vivo sobre un tema que nos afecta de lleno: la ciudadanía española de los cubanos y puertorriqueños nacidos antes de 1898, arrebatada ilegalmente en aplicación del artículo IX del Tratado de París, y cómo afecta a sus descendientes. Defendimos que Cuba y Puerto Rico nunca fueron colonias, sino territorios incorporados a la Corona de Castilla, luego provincias de Ultramar integradas en el Reino de España, y que quienes nacieron allí eran españoles de pleno derecho bajo las antiguas leyes de la Monarquía, que encontraron feliz continuidad en la Constitución de 1876 y el Código Civil vigente en esos territorios. Sin embargo, el artículo IX del Tratado de París de 1898 nos despojó de forma masiva y forzosa de nuestra nacionalidad, una injusticia que todavía hoy persiste porque en 2007 la Dirección General de los Registros decidió aplicar a nuestros casos la doctrina de una sentencia del Tribunal Supremo de 1999 referida al Sáhara, tratándonos retroactivamente como colonias. Como consecuencia, los consulados se niegan a admitir expedientes de nacionalidad, cerrándonos el acceso a la vía judicial. Frente a esta discriminación, hemos iniciado demandas en España para anular esa interpretación y restituir derechos que son sagrados, pero sabemos que solos no podemos: necesitamos organizarnos, recopilar datos y sumar voces para dar fuerza a esta causa. La Ley de Memoria Democrática, a punto de expirar, no resolverá este problema; solo la unión y la presión colectiva lograrán que el Estado español reconozca que la desnaturalización impuesta en 1898 fue una violación de derechos fundamentales que debe ser reparada.
Las diversidades españolas en Cuba
por el Dr. Avelino Couceiro
Cuba fue española antes de ser cubana. Esta afirmación, que puede parecer provocadora, resume una verdad histórica esencial: la isla, como tantas otras tierras de ultramar, fue primero parte constitutiva de la Monarquía Hispánica antes de que existiera siquiera la idea de una «Cuba» nacional. Hablar de la cultura cubana exige reconocer esta raíz, incluso si nos limitamos únicamente a su dimensión étnica.
Conviene recordar dos aspectos fundamentales. En primer lugar, los pueblos indoamericanos que habitaban el Caribe no se concebían como «cubanos», ni siquiera como pertenecientes a una isla determinada. Se movían con relativa libertad entre las Antillas y su identidad estaba ligada a redes de parentesco, comercio y mitología compartida, más que a la delimitación territorial de una isla específica. La noción de “cubano” —como identidad diferenciada— surgió mucho después y solo pudo hacerlo dentro del marco conceptual de las nacionalidades modernas, producto del tránsito europeo del feudalismo al capitalismo entre los siglos XV y XVIII.
En segundo lugar, lo que hoy llamamos «cubano» es inseparable de ese mismo concepto de nacionalidad, que llegó al Nuevo Mundo de la mano de sus conquistadores. Durante los primeros siglos, Cuba no existía como nación; existía como parte de la España de ultramar, una extensión de Castilla, bajo la misma bandera y dentro de un mismo orden jurídico y político. El nombre de «Cuba» comenzó a cargarse de un contenido identitario propio solo de forma paulatina, a lo largo de los siglos, cuando las particularidades locales —geográficas, demográficas y culturales— comenzaron a perfilarse dentro de la matriz española. No se trataba de una ruptura con lo hispánico, sino de una diferenciación en su interior: lo cubano nacía “dentro de lo español”.
De ahí la importancia de hablar en plural: identidades. La cubana nunca fue una identidad pura, ni lineal, sino el resultado de un complejo proceso de transculturación —un término acuñado por Fernando Ortiz— que abarcó no solo la herencia española, sino también la africana, la indígena, la asiática y la de otras migraciones. A cada aporte le correspondió un espacio dentro del entramado cultural de la isla: desde las lenguas y religiones hasta la música, la arquitectura, la gastronomía y el derecho consuetudinario.
La cultura cubana, en este sentido, no es una esencia homogénea, sino un sistema vasto, abierto y casi infinito, formado por múltiples valores en constante interacción. Entender a Cuba sin sus diversidades españolas —es decir, sin reconocer que fue una creación política, jurídica y cultural de España— es perder de vista el origen mismo de la nación. Cuba no nació contra España, sino en España y con España, y lo cubano, más que una ruptura, fue primero un matiz dentro de lo hispánico.
Muchas gracias a todos,
Maikel Arista-Salado