El periódico oficialista cubano Juventud Rebelde, órgano de la Unión de Jóvenes Comunistas, con motivo del sesquicentenario del inicio de la guerra civil de 1868, o Guerra Grande, Guerra de los 10 Años, etc., publicó un interesante panfleto en el que se puede apreciar lo elaborado de este relato, que comienza diciendo que «La guerra tuvo un carácter antiesclavista, anticolonialista y de liberación nacional», lo cual le da a esa guerra un velo de nobleza de ideales, ¿y quién en su sano juicio va a oponerse a esos ideales? Está afirmación es absolutamente falsa de toda falsedad. Analicemos una a una.
Antiesclavismo: el argumento se sostiene esencialmente en el gesto simbólico de Céspedes al declarar la manumisión de sus esclavos, y en su célebre decreto de 27 de diciembre de 1868. En cuanto a la declaración de libertad de los esclavos en posesión del jefe militar, no entraremos aquí a determinar si eran realmente suyos o si había empeñado su propiedad como consecuencia de la debacle que supuso su administración de La Demajagua, pero hay que advertir que no se puede disponer de aquello sobre lo cual no se es propietario, con lo cual, en este hipotético escenario, su declaración habría sido nula.
El investigador y profesor Miguel Cabrera Peña[1] ofrece una lectura crítica y matizada del acto fundacional con el que la historiografía cubana suele inaugurar el relato nacional: la supuesta manumisión voluntaria, radical y altruista de los esclavos por parte de Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868. Su análisis se enmarca en la teoría de los actos de habla de Austin y Habermas, para poner en duda no sólo la eficacia comunicativa del gesto, sino su legitimidad moral, política y simbólica. El texto es muy pertinente a la crítica sobre el mambí como arquetipo nacional y el carácter espurio de las instituciones insurgentes cubanas. Cabrera Peña desmonta el mito del Céspedes abolicionista radical al presentar el acto de manumisión como una reacción comunicativa fallida en la que (1) no hay reciprocidad real entre emisor y receptores, (2) el silencio de los esclavos no denota aceptación, sino impotencia o resistencia muda, y (3) no se entregaron cartas de libertad individuales, lo que revela la vacuidad jurídica del gesto.
El análisis de Cabrera Peña encaja perfectamente con la crítica a la narrativa mambisa, porque desde su acto fundacional la insurgencia no solamente careció de garantías jurídicas mínimas, sino que no se molestó en crearlas, manipuló el discurso de la libertad y colocó a los esclavos en una nueva forma de subordinación: libres en palabras, pero obligados a empuñar las armas por la causa del amo. Cabrera Peña demuestra así que el mito fundacional está construido sobre una falacia discursiva y un abuso de poder, lo que mina cualquier legitimidad ética del proceso independentista. Como dijo José Ramón Morales: Céspedes no dio la libertad a los esclavos, sino que les cambió el trabajo. Y mucha razón llevaba el autor del blog Cuba española.
La figura de Céspedes emerge, según el artículo, no como libertador, sino como caudillo que instrumentaliza al esclavo para sus fines políticos. El mambí no es un héroe popular, ni un demócrata, con lo cual su conexión con los ideales de libertad es, como mínimo, tenue, y como máximo, un disfraz propagandístico. Las estructuras de poder insurgentes son totalmente autorreferenciales y no están encaminadas a integrar la totalidad del cuerpo social cubano, sino a promover intereses muy particulares sin tener en cuenta la necesidad de un pacto político mínimo. Como perla, añado que el texto de Cabrera Peña menciona cómo muchos esclavos escaparon del campo insurrecto hacia palenques o hacia las guerrillas pro-españolas, señal clara de que la insurgencia no ofrecía una alternativa política sólida ni más justa que el ordenamiento jurídico español vigente en Cuba en ese momento.
La segunda hipótesis del artículo, aunque más indulgente con la recepción que los esclavos pudieron tener del gesto de Céspedes, no borra la contradicción central: la nación cubana nace bajo el signo de la ambigüedad, la violencia, el silencio del otro. La desafortunada narrativa del mambí como pilar fundacional inaugura una tradición autoritaria, en la que la voluntad de las mayorías es ignorada, y los procesos políticos se legitiman mediante actos de fuerza o mistificaciones ideológicas. El ensayo de Cabrera Peña confirma que esa nación emergente nunca resolvió el conflicto fundacional entre el discurso y la realidad, entre la proclamación de igualdad y la continuidad de estructuras excluyentes.
Cabrera Peña no lo dice explícitamente, pero su análisis conduce a una conclusión inquietante: la nación cubana se construye a partir de un gesto ilegítimo y manipulado, donde ni la ciudadanía, ni la libertad, ni el consenso tienen asiento real. El proyecto del Estado nacional cubano como experimento social es un fracaso desde su origen, por haber ignorado los principios de legalidad, representación y pluralismo que sin embargo ofrecía la continuidad institucional española.
El otro pilar en el que se basan los ideólogos del nacionalismo para defender el carácter antiesclavista de la Guerra Grande es el decreto de Céspedes, de 27 de diciembre de 1868, cuya exposición de motivos es una verdadera prosa lírica, que enmascara peligrosos monstruos. Dice Céspedes:
«La revolución de Cuba al proclamar la independencia de la patria, ha proclamado con ella todas las libertades, y mal podía aceptar la grande inconsecuencia de limitar aquellas á una sola parte de la población del país.
Cuba libre es incompatible con Cuba esclavista, y la abolición de las instituciones españolas debe comprender, y comprende por necesidad y por razón de las más alta justicia, la de las esclavitud como la más inicua de todas. Como tal se halla consignada esa abolición entre los principios proclamados en el primer manifiesto dado por la revolución. Resuelta en la mente de todos los cubanos, verdaderamente liberales, su realización en absoluto ha de ser el primero de los actos con que el país haga uso de sus conquistados derechos.»
Este fragmento ejemplifica la personalización extrema de la revolución y la construcción de un monólogo político donde el líder se erige en vocero exclusivo de una nación que se acaba de inventar y de la moral pública. En pocas líneas, Céspedes no solo presenta la revolución como un sujeto autónomo y providencial —«la revolución de Cuba ha proclamado…»—, sino que habla en nombre de «todos los cubanos, verdaderamente liberales», sin distinguir entre diversidad de posiciones ni reconocer la necesidad de representación institucional, máxime cuando él mismo se ha otorgado el título de capitán general de la isla de Cuba. Es que mayor delirio de grandeza, no se puede tener.
La operación retórica es doble: por un lado, convierte a la revolución en entidad metafísica, dotada de voluntad y principios, que al «proclamar la independencia» automáticamente «proclama todas las libertades», como si se tratara de un acto performativo de creación absoluta. Por otro lado, se apropia del lenguaje universalista («todos los cubanos»), pero lo condiciona a una categoría ideológica restringida («verdaderamente liberales»), con lo cual excluye desde el discurso toda posibilidad de disenso o pluralismo. Así, la patria, la libertad y la revolución quedan absorbidas por la voz de un solo hombre, que se presenta como intérprete exclusivo de sus fines.
Además, al afirmar que la abolición de la esclavitud está «resuelta en la mente de todos», Céspedes anula cualquier espacio de deliberación democrática. La decisión ya está tomada —no por un pueblo deliberante, ni por un cuerpo representativo— sino por una supuesta unanimidad imaginada, a la que él le da forma discursiva. Esto suprime el principio republicano de que las leyes deben emanar del debate entre iguales, sustituyéndolo por una moral impuesta desde la cúspide, legitimada por el carácter «justo» de la causa y la urgencia del momento.
Este tipo de lenguaje no es neutral: construye un modelo de soberanía sin ciudadanía, donde la voluntad general es secuestrada por el líder insurgente. Lo que se presenta como justicia, en realidad se impone sin mediaciones institucionales, anulando toda distinción entre derecho y poder. Esta forma de personalización de la revolución tiene consecuencias históricas profundas: inaugura un patrón de autoridad carismática y excluyente, que será replicado a lo largo del siglo XX —y en especial por la dictadura comunista de Fidel Castro— bajo la misma lógica: el líder habla por todos, encarna la nación y define qué es la libertad «verdadera».
El fragmento confirma que el proceso insurgente cubano no fundó una cultura política de derechos, sino un régimen de legitimación moral centrado en la figura del caudillo. Mientras esta forma de hablar, pensar y mandar no sea desmantelada, todo proyecto de libertad en Cuba seguirá arrastrando la sombra de una autoridad que no escucha, que no representa y que no comparte el poder.
El decreto de marras ordenó: (1) la liberación inmediata de los esclavos que sus dueños presentaran ante los jefes militares, con derecho a indemnización, (2) la incorporación de esos libertos en servicio militar «a la patria», conforme a un reglamento que debía formarse, y (3) la confiscación inmediata sin indemnización de los esclavos pertenecientes a enemigos de la revolución, para ser igualmente empleados militarmente. Aunque el texto proclama que «Cuba libre es incompatible con Cuba esclavista», en la práctica la libertad queda condicionada a la incorporación a la guerra. Los libertos no eran considerados ciudadanos civiles, sino mano de obra militar bajo mando mambí. No se reconocen derechos civiles autónomos ni mecanismos de protección legal. No se construye una ciudadanía, no se fundan instituciones incluyentes, sino estructuras militares que reproducen las relaciones de jerarquía y dependencia.
Además, el decreto sirvió como base normativa simbólica para la idea de una república en armas, pero sin cuerpos políticos institucionalizados, es decir, es un Estado republicano en papel, pero sin ciudadanía efectiva ni mecanismos de rendición de cuentas, con lo cual la tan llevada y traída abolición de la esclavitud fue inconsecuente, ya que no se tradujo en reformas civiles de emancipación. El mambí no funda república: funda dependencia.
Y para que no se diga que hablo a humo de paja, un despacho del cónsul de Estados Unidos en la Habana reproduce la siguiente comunicación del gobernador militar insurgente del Cobre, Santiago de Cuba. Leamos:
Ejército Libertador de
Cuba
Participo á V. que nuestro ilustrado Gobierno ha proclamado y puesto en planta la abolición de la esclavitud; y como á mi me corresponde, por estar autorizado, el hacer cumplir tan sabia como humanitaria disposición en la jurisdicción á mi cargo, lo hago saber á V. á fin de que se abstenga de cobrar mensualidades por los que aquí tiene entregados á trabajos de las Minas, los cuales he dispuesto, utilizar en otros servicios, de mayor importancia, para llevar á cabo nuestra obra de regeneración y de verdadera libertad. Cobre y Diciembre 31 de 1868.
Patria y Libertad
El
Gobernador Militar
(firmado) Felix Figueredo
Antes de pasar a otro tema, esta comunicación es particularmente interesante. La frase «para llevar a cabo nuestra obra de regeneración y de verdadera libertad», contenida en la comunicación del gobernador militar, es mucho más que una declaración burocrática. Es el destilado ideológico de un impulso profundamente autoritario que atraviesa toda la tradición política cubana desde mediados del siglo XIX hasta el presente. En ella se condensa un fanatismo jacobino, en el que la libertad no es un derecho individual, sino una recompensa condicionada a la obediencia a un proyecto redentor, nacionalista y cerrado.
La palabra «regeneración» remite a la idea de que el pueblo —corrupto, contaminado o degradado— debe ser purificado, redirigido, reconstruido. Es una noción profundamente antipolítica: niega el disenso, desprecia la pluralidad, anula la historia previa para imponer una visión única del bien colectivo. En este contexto, la libertad ya no es el reconocimiento de la autonomía personal, sino la sumisión a una causa superior, dictada por quienes se autoproclaman únicos intérpretes del destino de la nación y de todos aquellos que la componen.
Este lenguaje no es casual: recuerda al de Robespierre durante el Terror, cuando afirmaba que «sin virtud no hay libertad» y que la república debía purgar todo lo que no se sometiera a su ideal. El mismo patrón aparece en el texto de Figueredo: abolir la esclavitud no implica restituir derechos, sino movilizar a los esclavos como instrumentos de una lucha armada. Son «libres», sí, pero solo en la medida en que se subordinen al aparato insurgente. No hay contrato civil, no hay ciudadanía activa, no hay opción. Solo se permite la obediencia.
Este tipo de discurso —totalizante, mesiánico, intolerante y nada republicano— es el embrión doctrinal de todos los totalitarismos, y encuentra en la historia cubana su máxima expresión en la dictadura comunista de Fidel Castro. La Revolución de 1959 repite la lógica del mambisado: proclama la libertad, pero la define desde el poder. Declara derechos, pero sólo para los leales, o la «universidad para los revolucionarios», o «con la Revolución todo, contra la Revolución, nada». «Patria o Muerte» no es una consigna, es una imposición binaria que excluye cualquier forma de pluralismo.
Hasta hoy, el régimen cubano no reconoce derechos fundamentales como la libertad de asociación, de expresión o de prensa. No permite una sociedad civil autónoma, ni elecciones libres, ni la independencia judicial. Todo se justifica en nombre de la «Revolución» y de una «libertad verdadera», definida previamente y que no admite crítica ni revisión. La misma lógica que animaba a los caudillos mambises a usar a los libertos como fuerza de guerra sustenta hoy la negación sistemática de los derechos individuales por parte del Estado.
En definitiva, la frase de Figueredo no es una curiosidad histórica: es la prueba textual de que el proyecto de nación cubana nació bajo una matriz autoritaria, donde la libertad se ofrecía como favor, no como derecho; donde el ciudadano era útil solo si servía al ideal colectivo. El Estado cubano actual es el heredero directo de esa tradición. Lo que comenzó como fanatismo jacobino insurgente, ha desembocado en un totalitarismo ideológico de largo aliento, donde el culto a la «regeneración» sigue siendo la excusa perfecta para negar la libertad.
Mientras el mambí continúe ocupando el lugar de arquetipo nacional, el modelo de organización política y social cubana seguirá reproduciendo los mismos resultados: exclusión, intolerancia, verticalismo y culto a la obediencia. Tomar como referencia fundacional a un actor que actuó sin legitimidad representativa, que subordinó la libertad individual a un proyecto militarista, y que impuso su visión bajo la lógica del «todo por la patria», significa perpetuar una tradición política profundamente autoritaria. La idealización del mambí impide revisar críticamente los orígenes del Estado cubano y bloquea la posibilidad de construir una institucionalidad verdaderamente democrática, basada en la pluralidad, el Estado de derecho y el respeto irrestricto a los derechos fundamentales. Mientras no se sustituya ese imaginario por otro más abierto, legalista y civil, la cultura política cubana seguirá atrapada en un peligroso ciclo de imposición, sacrificio y obediencia, incompatible con cualquier proyecto de libertad real.
La genealogía política que arranca con el mambí como figura fundacional —autoritaria, excluyente, militarista y fanática— resulta profundamente incómoda para muchos cubanos porque contradice el relato heroico con el que se nos ha enseñado a identificar la nación. Sin embargo, esa misma tradición explica por qué la República nacida en 1902 fracasó en menos de dos generaciones, y por qué la Constitución de 1940, a pesar de su brillantez teórica, colapsó en menos de una década como norma efectiva.
La República nació sobre bases simbólicas y jurídicas débiles: se heredó una lógica política insurgente donde el poder no emanaba del consenso del electorado, sino del liderazgo carismático, la capacidad de control y la exclusión de sectores amplios de la sociedad. El caudillismo mambí —que nunca fue desmontado— se transformó en clientelismo, corrupción y violencia electoral. Así, en lugar de consolidar una cultura cívica liberal, se reprodujo una cultura de poder vertical y segmentado, que generó inestabilidad crónica, crisis de legitimidad y dependencia externa.
La Constitución de 1940, redactada con elevados principios de justicia social, equilibrio institucional y derechos fundamentales, fue traicionada desde su origen por la misma cultura política que la recibió. Sin una sociedad civil fuerte, sin un Estado de derecho consolidado, y sin una élite política comprometida con la legalidad, la constitución quedó como un documento admirable pero inoperante. En menos de una década fue vulnerada sistemáticamente, hasta ser finalmente anulada por el golpe de Estado de 1952, que reinstauró una lógica de poder militarista no muy distinta a la del siglo XIX.
La ascendencia política de la que bebemos —que nunca rompió con su matriz autoritaria insurgente— no podía dar lugar a una república liberal sólida ni a un régimen constitucional estable. Su fracaso fue estructural, no accidental. Y mientras no se cuestione ese origen, todo intento de reconstrucción democrática estará condenado a repetir sus mismas fallas. La mayoría de los proyectos contemporáneos que se articulan en nombre de la libertad de los cubanos —ya sean opositores dentro de la isla o plataformas en el exilio— ignoran o rehúyen esta genealogía política profundamente viciada. Reproducen los mismos esquemas discursivos y simbólicos del mambisado: apelaciones al sacrificio, exaltación de la patria como valor supremo, discursos redentoristas y soluciones personalistas. Se habla de democracia, pero pocas veces se reflexiona sobre la necesidad de desmontar el arquetipo del héroe armado y sustituirlo por una cultura jurídica sólida, institucionalista y plural. Al no cuestionar críticamente los orígenes autoritarios del proyecto nacional cubano, estos movimientos acaban proponiendo nuevas formas de liberación que repiten viejas fórmulas de exclusión, intolerancia y verticalidad, condenando al país a un bucle de insurrecciones sin verdadera transformación republicana.
[1] Cabrera Peña, M. (s. f.). Céspedes libera a sus esclavos: dos hipótesis. Islas.