El derecho de petición, reconocido como fundamental en el artículo 29 de la Constitución española de 1978, y acaso subvalorado o considerado acaso de poco fuste o de muy reciente creación, es, sin embargo, de antiquísima data, y engrana perfectamente en el sistema de derechos humanos que rige hoy en el mundo libre. Era ya un derecho importante a mediados del siglo XIII, cuando se plasmó en ese magnífico código alfonsino, conocido como de las Siete Partidas, al mandar en una de sus leyes que los súbditos castellanos tenían «derecho a presentar peticiones o súplicas al rey». La petición se concibe, por lo tanto, como un instituto procesal y el documento que pone en marcha toda la maquinaria estatal, ora en sede administrativa, ora en sede judicial, para cuestiones de muy diversa índole, desde la solicitud de un escudo de armas, como lo hizo Pánfilo de Narváez en 1516 al gestionar la heráldica que representaría a la entonces Ysla Fernandina durante cuatro largos siglos, o como lo hacían los extranjeros que solicitaban la nacionalidad española.
La petición es una garantía para la defensa y ejercicio de derechos. El Tribunal Constitucional (sentencia 161/1988) ha dicho que sirve para poner en marcha ciertas actuaciones institucionales, como la del Defensor del Pueblo español o el recurso de inconstitucionalidad de las leyes que carecen de un cauce propio jurisdiccional o administrativo, y en ese sentido, viene a ser una especie de puente que allana el camino de una persona o grupo de personas para la tutela efectiva de los derechos, como ordena el artículo 14 de la Constitución española de 1978.
El detalle que hace del derecho de petición una joya en la defensa de derechos fundamentales vulnerados es que su ley orgánica reguladora (4/2001, de 12 de julio) impone a la adminstración pública la obligación de responder, y al hacerlo, la administración debe tener en cuenta que si una petición tiene fuste y coherencias bastante como para sobrevivir por mérito propio, le es aplicable toda la legislación administrativa. La ley 39/2015, de 1 de octubre, del procedimiento administrativo común de las administraciones públicas, en su artículo 88, obliga a que las resoluciones emanadas de estas deben incluir una fundamentación clara basada en los hechos y el derecho aplicable. Por otra parte, la ley 40/2015, de 1 de octubre, de régimen jurídico del sector público, ordena en su artículo 3 que la actuación administrativa debe respetar los principios de legalidad, eficacia, transparencia y objetividad.
Y como el Derecho se opone a la arbitrariedad, porque su fin es promover la seguridad jurídica, y todo acto arbitrario es presuntamente contrario a Derecho, la ley permite que ante una arbitrariedad, el doliente pueda traer su queja en forma de demanda ante los tribunales de justicia, y que obliguen a la administración, al menos a responder con «una fundamentación clara basada en los hechos y el derecho aplicable», como dice la ley que debe actuar la administración.
Vayamos ahora a 1898. Antes de hacerse público el texto del Tratado de Paz entre España y Estados Unidos, don Eugenio Montero Ríos, presidente del Senado español, y a la sazón de la Comisión española encargada de negociar la paz con los comisionados estadounidenses, salvó el honor de España al dejar su posición meridianamente clara en un explosivo Memorandum anejo al Protocolo n.º 21 correspondiente a la conferencia del 8 de diciembre de 1898.
La Comisión Española propuso á la Americana el proyecto de varios artículos para el Tratado de paz que esta rechaza. Se niega á reconocer á los habitantes de los países cedidos y renunciado por España el derecho de optar `pr la ciudadanía de que hasta ahora gozaron. Y sin embargo, este derecho de opcion, que es uno de los mas sagrados de la personalidad humana, ha sido constantemente respetado desde que se emancipo el hombre de la servidumbre de la tierra, rindiéndose á este sagrado derecho tributo en los Tratados que sobre cesión territorial se celebraron en el mundo moderno. (sic)
Petición #1: el marqués de Cervera a las Cortes generales, y a la reina.
Al hacerse público el texto definitivo del Tratado, la extraña redacción del artículo IX hace sonar las alarmas. En 1900, el marqués de Olivart, un prestigioso experto en Derecho internacional publica una tesis demoledora contra el tratado, y en 1901, don Manuel de Ciria y Vinent, marqués de Cervera y último alcalde del Marianao español, se embarca para España y lee, frente a todos los diputados, un manifiesto en el que pide que el Congreso español devuelva la nacionalidad de origen de los cubanos. Es este documento el que la cámara denomina Petición n.º 1 del marqués de Cervera, y acuerda dar traslado de ella al ministerio de Estado que nunca respondió, dicho sea de paso. El marqués de Cervera, defensor extraordinario de los derechos cubanos a su nacionalidad de origen falleció en 1909, sin que el Estado español le hubiese dado nunca una respuesta. Esa deuda, 125 años después, sigue vigente.
Pero como tanta culpa tiene el que mata la vaca como el que le amarra las patas, la estrategia del marqués de Cervera es de una puntería certera, porque dirigió otro escrito a la reina regente, quien en definitiva autorizó mediante reales decretos el nombramiento de un agente extranjero para negociar los términos de la rendición española, para lo cual, ella misma no tenía capacidad jurídica suficiente, ya que el artículo 55 de la Constitución española de 1876, por cierto, vigente en Cuba y Puerto Rico desde mayo de 1881, hacía preceptiva la intervención y aquiescencia de las Cortes para ratificar todo tratado que involucrara cesión territorial y obligara individualmente a los españoles. Sagasta, sin embargo, usando toda clase de sortilegios y maniobras políticas como el cierre del parlamento y la imposición de una férrea censura de prensa, ¿logró?, ¿convenció?, ¿obligó? a que la reina ratificase el tratado, y con ese acto que tiene toda la pinta de una deslealtad a los españoles, consumó Sagasta la estocada final en la legitimidad de su gobierno, y a la postre de toda la institucionalidad española que sería fulminada con la dictadura de Primo de Rivera, otra república, y otra guerra civil. La desintegración del régimen de la Restauración fue tan caótica que los españoles, conscientemente o no y con el necesario riesgo que conllevan las sobresimplificaciones, prefirió la seguridad a través de la represión política durante el régimen franquista a cambio de establecer una clase media pujante e impulsar la industria nacional.
El marqués de Cervera presenta a la reina un mensaje contundente, en el que expone su situación personal como la de un servidor fiel que, tras años de sacrificio y entrega, ha quedado relegado y olvidado, sin haber recibido el reconocimiento o compensación proporcional a sus méritos o a sus servicios. Apela directamente a la reina como símbolo de justicia y piedad, confiando en su capacidad de influir en la reparación de esta omisión.
Más allá de una solicitud económica, la carta es también un acto de reivindicación moral, donde el marqués busca restaurar su dignidad ante los ojos del Estado y de la historia, al confiar que la reina sabría quizá escuchar y valorar su causa con «benevolencia y sentido de justicia». Y una vez más, las súplicas que con toda justicia dirige el marqués al trono, fueron sencillamente preteridas. La estrategia de Ciria y Vinent al involucrar a la Corona es una movida brillante. Algunos dirán que la monarquía como institución es inútil, porque en realidad no tiene poder político, etc., pero fue un acierto en toda regla y aquí te explico por qué. Quiero aquí haer un paréntesis, aun a riesgo de extender esta entrega: con motivo de cumplirse el X aniversario de la proclamación de S.M., Autonomía Concertada para Cuba tuvo el honor de dirigirle una nota celebratoria que se publicó en el semanario, y que reza lo siguiente:
Desde Cuba española, nuestras felicitaciones a Su Majestad en el X aniversario de su exaltación al trono. Señor, vuestra obligación de proteger a los españoles, a todos los españoles, recae también sobre los que vieron el más vil desarraigo escrito en ley, ilegalmente expulsados de la patria hace poco más de un siglo por la traición de unos pocos y la invasión del extranjero. Y nosotros, sus descendientes, reclamamos hoy la justicia que ha menester. Y seguiremos pidiendo, con respeto pero con inquebrantable firmeza, que cumpla S.M. con esa obligación que le viene impuesta por el Derecho.
Esa misma obligación tenía la reina regente doña María Cristina de Habsburgo, en representación de su hijo, y es la misma que se ha transmitido a su sucesor en el trono, don Juan Carlos I, y que hoy tiene don Felipe VI. Con independencia de que puedan o no hacer, esa es su obligación, y la nuestra exigirla. Y si S.M. no puede o no quiere cumplir con ese deber sagrado, en él recae también la falta. La obligación recaerá en doña Leonor, y la nuestra recordar que la jefatura del Estado español tiene un significado especial cuando recae en la Corona, y que el deber primero del rey es la protección de todos los españoles, do quiera estuvieren. Si hay españoles que han sido extirpados de manera forzosa del cuerpo político, el rey tiene la obligación de proteger a esos españoles y extendeer sobre ellos y sus descendientes el manto de la nacionalidad.
En su carta a la reina y con un dominio absoluto del cabal significado de la monarquía, el marqués de Cervera reclama la protección que la Corona debe a todos los españoles, y si me apuran, a la hispanidad toda (que es parecido, pero no es lo mismo: Cuba es española, el Sáhara occidental tiene un componente hispano). Sin ambigüedades y con un lenguaje punzante, don Manuel de Ciria y Vinent asigna las responsabilidades a quienes les atañe responder por ellas: al Congreso y a a la Corona, en un caso que tiene el tristísimo encargo histórico de inaugurar la apatridia dolosa, es decir, la desnaturalización masiva y forzada de de una población originariamente europea en los albores del siglo XX, algo también convenientemente olvidado por Europa, y sobre lo cual tendremos necesariamente que volver en próximas entregas. Toda la literatura que hoy se encuentra disponible ubica el origen de la apatridia como resultado de la primera guerra mundial, y creo que los especialistas deben ajustar la historia de la apatridia y ubicar su origen en la privación masiva de su nacionalidad de origen que sufrieron ciudadanos españoles, los mismos que a día de hoy, el Estado español no reconoce como ciudadanos. Es una verguenza para todos los españoles, y para todos los europeos que esta discriminación siga en pie. Es inconcebible que el artículo IX de ese infame tratado sea la norma europea vigente más antigua que legaliza la apatridia, una auténtica vulneración de los derechos fundamentales cuya defensa constituyen hoy los pilares sobre los que se ha construido la Unión Europea. La ley debe respetarse, y es para todos. Mantener el artículo IX es introducir raseros especiales, regímenes discriminatorios, y si llegamos ahí, ¿para qué tener un Tribunal Europeo de Derechos Humanos?
He ahí, quizá, lo que este movimiento aporta a esa construcción que llamamos Unión Europea: los derechos fundamentales o son para todos, o no son derechos, y si no son derechos, son privilegios, y los privilegios murieron con el Antiguo Régimen. ¿Está Europa preparada para asumir las consecuencias de mantener una norma que da carta de naturaleza a privilegios en cuestiones de ciudadanía que han sido rechazadas por todos los tratados que arman la UE y por todos sus ordenamientos internos? Son estos los argumentos quemantes que queremos traer a la atención de los tribunales. Y si prevalecemos, si podemos persuadir al tribunal que hubo una desnaturalización masiva y forzosa de ciudadanos españoles de origen y que los derechos fundamentales o son para todos o no son, entonces todos ganamos, porque todos quedamos protegidos contra la privación arbitraria de nuestra ciudadanía.
El artículo IX del Tratado de París es una afrenta y una onerosa y grosera obligación para España y los españoles, que ha causado un daño, una merma al cuerpo político español. Un error que debe ser corregido de inmediato. ¡Es hora de volver a casa!
2.ª petición: denuncia del artículo IX y su expulsión del ordenamiento jurídico español y del Derecho comunitario
En octubre de 2022, siguiendo la inveterada tradición jurídica española de ocho siglos de uso constante de la petición para salvaguardar derechos fundamentales, presenté una dirigida al Consejo de ministros para que este se pronunciase sobre la constitucionalidad del artículo IX, lo declarase nulo y acordase su consecuente denuncia conforme a Derecho. La petición fue denegada mediante una orden dictada por el ministro de Asuntos Exteriores Excmo. Sr. don José Manuel Albares Bueno y de inmediato interpusimos demanda contra esa orden ministerial por falta de competencia y otras deficiencias que a mi juicio no satisfacían la obligación de la administración pública de responder a nuestra petición conforme dijimos viene obligada por las leyes españolas.
Este análisis y el uso consciente y medido del enorme poder que tenemos de activar la maquinaria del Estado para que resuelva una injusticia, o para que repare un error, o una situación de indefensa, hizo posible que la Audiencia Nacional admitiera a trámite la demanda que contra el señor minsitro de Asuntos Exteriores ha interpuesto este humilde servidor, extranjero, sin medios económicos suficientes. Vamos a llegar hasta donde el Derecho nos permita. Ni más ni menos. Sin recursos para pagar grandes firmas, ni para movilizar a la opinión pública. Lo que este movimiento logre, será porque logremos persuadir a nuestros compatriotas, a los magistrados, y a toda persona que quiera debatir seriamente y asumir de antemano que el error es posible, pero también superarlo, cambiar la realidad.
En la próxima entrega, la 3.ª y última petición. Gracias a todos.
¡Es hora de volver a casa!
Muy bien artículo. Bien argumentado todos los aspectos que están involucrados en la desnaturalización de los españoles naturales de las Antillas.